_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Fomentar la inmigración es de izquierdas o de derechas?

Si en 2011 se hablaba de la tragedia de que “la generación más preparada” tuviera que irse de España, hoy no se aplica esa lógica con quien viene a recoger tomates

Inmigracion
Unos temporeros trabajan en la vendimia en Álava en 2021.David Aguilar (EFE)
Ana Iris Simón

Cuando la patronal se queja porque hay sectores que no encuentran trabajadores dispuestos a deslomarse por cuatro duros, parte de la izquierda, de Biden a Yolanda Díaz, le responde que paguen salarios dignos. Y esa parte de la izquierda tiene razón.

Cuando esa misma patronal reclama importar mano de obra en lugar de mejorar las condiciones laborales responden, sin embargo, “papeles para todos”. No vaya a ser que les llamen antinmigración o racistas; las causas justas lo son en la medida en la que no afectan a la reputación de uno.

Hubo un momento en la historia reciente en el que denunciar que el capitalismo global funciona extrayendo recursos —y eso incluye los humanos— de los países pobres para que los ricos funcionen se volvió, aparentemente, de derechas. Así, señalar la relación entre capitalismo e inmigración se convirtió en un tabú para la izquierda.

Por no hacerle el caldo gordo a la extrema derecha —eso dicen para disculparse por no abordar la cuestión—, le montan el banquete al capitalismo, su posibilitador. Y si en 2011 hablaban de la tragedia que era que “la generación más preparada de la historia” tuviera que irse de España, hoy no aplican esa misma lógica con quien viene para recoger los tomates que se comen o con la muchacha que tienen en negro cuidando a su abuelo. No parecen darse cuenta de que lo racista es, precisamente, aplicar una vara de medir distinta al mismo fenómeno según el origen, el color y, sobre todo, la clase de quien lo protagoniza.

Cuando Julio Anguita mentó al elefante en la habitación, hubo algunos sinvergüenzas que lo llamaron fascista. Supongo que ahora estarán empezando a sospechar que, además de comer nécoras de lunes a domingo, los sindicatos se ponen la camisa azul en la intimidad. Y es que la semana pasada le cantaron las cuarenta a José Luis Escrivá por plantear una propuesta que la patronal, claro, aplaudió con las orejas: la incorporación de miles de inmigrantes a sectores donde falta mano de obra. “Lamentamos que se llegue a la conclusión de que hay puestos de trabajo que no se cubren porque deben mejorar sus precarias condiciones y que se asuma que estas condiciones sí son aceptables para los trabajadores migrantes”, dijeron CCOO y UGT, que calificaron la propuesta como lo que es: profundamente clasista.

El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones del Gobierno más progresista de la Galaxia y su partido ya lo han intentado todo en el trilema neoliberal, ese que considera que, para mantener la proporción entre población activa e inactiva sin cambiar el modelo productivo, hay que hacer al menos una de estas tres cosas (a ser posible las tres): subir la edad de jubilación, privatizar o reducir las pensiones y abrir el grifo migratorio.

Escrivá ya coqueteó con las dos primeras, recibiendo una fuerte contestación por parte de la izquierda. Esperaba, quizá, contentar con esta última tanto al patrón que ansía mano de obra barata como al pobre inocente al que la inmigración le suena, en lugar de a expolio humano y a explotación, a solidaridad entre pueblos y clases. Pero parece haberle salido una china en el zapato. Quizá nuestras élites empiecen a encontrarse en la encrucijada de Juncker: saben perfectamente lo que tienen que cambiar para que todo siga igual, pero no cómo salir de rositas de ello.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Ana Iris Simón
Ana Iris Simón es de Campo de Criptana (Ciudad Real), comenzó su andadura como periodista primero en 'Telva' y luego en 'Vice España'. Ha colaborado en 'La Ventana' de la Cadena SER y ha trabajado para Playz de RTVE. Su primer libro es 'Feria' (Círculo de Tiza). En EL PAÍS firma artículos de opinión.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_