El músico Thomas Mann
El escritor alemán, de cuyo nacimiento se han cumplido 150 años, siempre se hizo rodear de música, que acabaría por tener también una relevancia decisiva en su propia literatura e incluso en su vida


“¡No perder contacto con la música!”: diarista contumaz durante toda su vida, Thomas Mann escribió esta frase exclamativa —con visos casi de perenne recordatorio— el 15 de marzo de 1941. Acababa de escuchar por la radio la interpretación en directo de un Concierto para piano de Mozart y una Sinfonía de Schubert. Lo cierto es que jamás había perdido ese contacto asiduo, y así seguiría siendo hasta el final, pero la música le ayudaba entonces especialmente, cabe imaginar, a mitigar el dolor del exilio, del desarraigo, porque esta frase la anotó en su diario en Princeton, muy lejos de su Lübeck natal o su Múnich adoptivo, pocas semanas antes de apartarse aún más de Europa e instalarse en California, el destino final de muchas luminarias culturales alemanas que Alex Ross convertirá en la espina dorsal de su próximo libro, en el que es previsible que Mann, de quien se ha celebrado durante todo este año el sesquicentenario de su nacimiento, vuelva a erigirse en un espectro omnipresente.
De las siete conferencias que impartió en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton (refugio de Albert Einstein, John von Neumann, Hermann Weyl, Erwin Panofsky o Ernst Herzfeld), tres versaron sobre Wagner (El anillo del nibelungo) y Goethe (Fausto y Werther), los dos gigantes que Mann jamás dejó de tener en su punto de mira: para comprenderlos y para emularlos. Su primera experiencia musical perdurable fue asistir, siendo aún un adolescente, en el Stadttheater de Lübeck a una representación de Lohengrin, una ópera cuyo héroe ejerce de protector o redentor, dos papeles en los que el escritor se sentía muy cómodo. Muchas décadas después, a menos de cinco meses de su muerte, pidió que se interpretara en ese mismo teatro, antes de leer fragmentos de varias de sus obras, el Preludio del primer acto de la “ópera romántica” de Wagner cuando el Ayuntamiento de Lübeck, en un congraciamiento in extremis entre ambos, lo nombró hijo predilecto. La sombra de Lohengrin lo acompañó toda su vida: por voluntad propia. El 20 de junio de 1940, por ejemplo, escribió en su diario: “Terrible bombardeo sobre Burdeos, atestada de refugiados. Ya ha dejado de haber compasión en Europa, dicen los alemanes. Ellos también lo sentirán pronto. Su vaso está a rebosar. La compasión quedó abolida primero en la propia Alemania. Quién sabe cómo se volverá contra ellos la miseria que están creando ahora (...). Música por la noche. Escuché con emoción el Preludio de Lohengrin y tuve que llorar, porque me pareció volver a escuchar lo que más amaba en mi juventud en pleno hundimiento [Untergang]”.
Richard Wagner dominó la formación musical de Thomas Mann —autodidacta asimismo en este ámbito—, y casarse con la hija de un wagneriano furibundo, el matemático Alfred Pringsheim, se tradujo en un sinfín de veladas dominicales vividas en la mansión de su suegro en Múnich escuchando transcripciones pianísticas de muchas de las obras del compositor, a veces con la incorporación de los mejores cantantes que pasaban por la Ópera. Erika Mann escribió en un artículo celebratorio del octogésimo cumpleaños de su abuelo (“Ofei”), publicado en las Münchner Neueste Nachrichten el 1 de septiembre de 1930, que sus arreglos musicales manuscritos, que él mismo tocaba junto con sus amigos, “parecían matemáticas”. Su hermana Monika, tras recordar aquellas misas profanas a las que asistió con sus hermanos todos los domingos durante su infancia, contrapuso en sus memorias el “ascetismo de papá” con la “pompa wagneriana” (“los polos opuestos se atraen”, sentenció a modo de explicación) y se refirió al “amor algo culpable” que sentía su padre por Wagner, “un amor que no quería desterrar en absoluto de su vida”. Monika fue una excelente pianista que llegó a estudiar con Luigi Dallapiccola en Italia, mientras que su hermano pequeño, Michael, fue violista de la Sinfónica de San Francisco y nos ha dejado varias grabaciones como solista. La benjamina de las tres hijas de Mann, Elisabeth, también pianista, tradujo al inglés el Tratado de armonía de Heinrich Schenker.
En nada puede extrañar, por tanto, que, rodeado como estaba de música por los cuatro puntos cardinales, esta se colara mucho más que de rondón en su producción literaria. En su primer volumen de relatos publicado (1898), “el pequeño señor Friedemann”, que da nombre a la colección, toca el violín, como el propio escritor (su instrumento lo heredaría su hijo Michael), mientras que la señora Von Rinnlingen —su amor inalcanzable y la desencadenante de su suicidio—, toca el piano, al igual que Júlia, la madre brasileña de Thomas Mann, que él mismo calificó en un esbozo autobiográfico publicado en 1930 de “extraordinariamente musical” o, explayándose más, en una carta a su protectora Agnes E. Meyer nueve años después: “Su naturaleza sensual y preeminentemente artística se manifestaba en su musicalidad, su elegante forma de tocar el piano, fruto de una educación burguesa, y su refinado arte vocal, al que agradezco mi buen conocimiento de la canción alemana”. El protagonista de otro cuento de este mismo libro pionero, “El payaso”, escucha y contempla “embelesado” a su madre tocar el piano.
Otra colección de relatos, la que se cierra con “Tonio Kröger”, se titula significativamente Tristan (1903), una narración que se desarrolla en un sanatorio para enfermedades pulmonares, un claro augurio de La montaña mágica, y en la que Tristán e Isolda, “la más elevada y más peligrosa” de las músicas de Wagner, al decir de Mann, desempeña un papel crucial. Sangre de volsungos (1905) hubo de publicarse aislada, privada y tardíamente en 1921 después de que el suegro del escritor viera en la familia judía protagonista, los Aarenhold, un retrato calcado de la suya propia. Al final del relato, y después de haber asistido a una representación de La valquiria, Siegmund y Sieglinde, que llevan los mismos nombres que los padres de Siegfried en el Anillo wagneriano, cometen, como ellos, incesto, algo que iba mucho más allá de lo permisible para un preboste de la alta sociedad muniquesa. La osadía de Thomas Mann al verter elementos autobiográficos en sus obras no conocía límites, porque Katia, la mujer de Mann, y su hermano Klaus, que fue un eminente director de orquesta, eran también mellizos y, como en la familia de los Aarenhold, los hijos pequeños de Alfred Pringsheim, que maniobró para detener en seco la publicación del relato, prevista para el número de enero de 1906 de Die neue Rundschau.
En las dos cimas literarias de Thomas Mann, Los Buddenbrook y La montaña mágica, sus desenlaces están íntimamente ligados a la música. En la primera hay, de nuevo, una madre llegada del Sur (relativo esta vez: de Ámsterdam), Gerda Arnoldsen, que toca el violín junto con el organista de la Marienkirche, Edmund Pfühl, que es también el profesor de piano de su hijo Hanno, predestinado a ser el último varón de la saga familiar y que el día antes de que se manifieste su enfermedad mortal, siendo apenas un adolescente, toca —otra vez— Tristan und Isolde, cuyo Preludio describe musicalmente Thomas Mann de manera inequívoca. Cuando su amigo Kai le pregunta si va a tocar el piano esa tarde, Hanno contesta: “Sí, supongo que tocaré —dijo—, aunque no debería hacerlo. (...) Pero sí, claro, tocaré, no puedo evitarlo, aunque empeora las cosas aún más”. Y Kai, que, como Mann, sabe de la extrema peligrosidad de esa música, le confiesa: “Yo sé de eso que tocas”. Al novelista ya sólo le resta añadir: “Y luego ambos guardaron silencio”. La suerte —el fin de la dinastía de los Buddenbrook, ya presagiado desde el subtítulo de la novela— estaba echada.
En La montaña mágica, la música acapara todo el protagonismo en el capítulo que describe la llegada del gramófono al Berghof (Golo Mann recordaría en 1964 que “el gramófono se convirtió en la forma más cómoda de satisfacer la necesidad de música” de su padre) y los discos predilectos de Hans Castorp. Uno de ellos, que contiene una grabación de “Der Lindenbaum” (“El tilo”), la quinta canción de Viaje de invierno de Schubert, “habrá de desempeñar una función especial en circunstancias bastante extrañas”, nos anticipa el propio Mann. En las últimas páginas de la novela, efectivamente, Castorp abandona por fin el sanatorio y, como parte de “tres mil muchachos enfebrecidos”, se lanza irracionalmente hacia su aniquilación en el arranque mismo de la Gran Guerra. Y, “sin saberlo, con una excitación embrutecedora, sin pensar en nada, a media voz”, Hans canta los versos de Wilhelm Müller con la música folclorizante ideada por Franz Schubert, que en su cuarta estrofa contienen una inequívoca invitación al suicidio: “Y sus ramas susurraron / como si me llamaran: / ¡Ven aquí, compañero, / aquí hallarás tu reposo!”. Thomas Mann construye, por tanto, una poderosa metáfora poético-musical en la que la mórbida y fatal atracción por la muerte del Romanticismo alemán se aventura como posible explicación de la inmolación colectiva desencadenada en 1914.

Thomas Mann confesó a su gran amigo Bruno Walter que, de no haber sido escritor, le hubiera gustado ser director de orquesta. La conclusión lógica de este auténtico crescendo era, por tanto, la escritura de una novela protagonizada por un músico: Doktor Faustus. Aquí Mann intenta, con otra gran elipsis literaria, apuntar claves para comprender por qué el nacionalsocialismo —y la catástrofe posterior— se convirtió en el destino inevitable de aquella Alemania derrotada. Pero el método compositivo de Adrian Leverkühn se parecía demasiado al dodecafonismo de Arnold Schönberg, también exiliado en California. El austríaco, azuzado por la siempre malévola Alma Mahler, escribió en 1948 una carta altiva y desabrida a la Saturday Review of Literature, plagada de acusaciones a Mann por usurpar su “propiedad literaria” y por haberlo denigrado. Para apaciguarlo, las futuras ediciones del libro incluyeron una suerte de nota de descargo en la que Mann dejaba constancia expresa de que “la técnica dodecafónica o técnica de la serie es, en realidad, la propiedad intelectual de un compositor y teórico contemporáneo, Arnold Schönberg”, a quien —suspicaz por naturaleza— le enfureció ese artículo indeterminado y bramó: “Un (¡un!) compositor y teórico contemporáneo’. En dos o tres décadas se sabrá, por supuesto, cuál de los dos era contemporáneo del otro”. El principal consejero musical de Mann durante la redacción de la novela, el filósofo Theodor W. Adorno, otro transterrado trasplantado en California, se sintió asimismo ninguneado y el resarcimiento de su ego adquirió esta vez proporciones mucho mayores: Thomas Mann escribió y publicó Los orígenes de una novela (1949), dos centenares de páginas en las que el nombre del filósofo aparece citado decenas de veces.
Pero el cruce —o el choque— decisivo entre música y vida se había producido antes, en 1933, el año en que se conmemoraba el cincuentenario de la muerte de Wagner. Mann redactó una conferencia, que luego ampliaría para darle forma de ensayo, que pronunció en Múnich, Ámsterdam (el día exacto de la efeméride, el 13 de febrero, precedida en el Concertgebouw de una interpretación a cargo de la orquesta residente, dirigida por Erich Kleiber, de varias obras de Wagner, incluido, cómo no, el Preludio de Lohengrin), Bruselas y París. La tituló, con un guiño al Werther de Goethe, Sufrimientos y grandeza de Richard Wagner, y las 26 hojas mecanografiadas de su versión íntegra en alemán, con correcciones manuscritas, que se conservan en la Universidad de Yale, están fechadas el 29 de enero, el día antes del acceso de Hitler al poder. Y fueron justamente muchos de sus adeptos quienes firmaron un manifiesto que se publicó en varios periódicos y se emitió por diversas radios locales con el infamante título de Protesta de Múnich, la ciudad de Richard Wagner. El texto, que escribió el director de orquesta Hans Knappertsbusch, era un ataque ad hominem que citaba parcial y torticeramente la conferencia —entusiasta, pero no acrítica— de Thomas Mann, al que estos nazis fervorosos de primera hora no perdonaban que hubiera abandonado la senda trazada en Consideraciones de un apolítico y que hubiera simpatizado (tardíamente) con la República de Weimar, su tan detestado Systemzeit. Mann, un avezado polemista, decidió replicar y defenderse extensamente en un periódico, el Vossische Zeitung, denunciando las “graves difamaciones” sobre su “carácter” y sus “opiniones” contenidas en ese panfleto instigado por “Kna”, pero que también firmaron, entre muchos otros, Hans Pfitzner y Richard Strauss, poseedor de “la personalidad más podrida que pueda imaginarse: ignorante, satisfecho de sí mismo, codicioso, espantosamente egotista, absolutamente carente de los impulsos humanos más fundamentales de vergüenza y decencia”. Así es como lo describió despiadadamente Klaus Mann en una carta en inglés a su “papá-mago” (“Dear Magician-Dad”) escrita el 16 de mayo de 1945 tras haber entrevistado el día anterior al compositor como soldado del ejército estadounidense —sin revelarle su identidad— en su villa de Garmisch. El título de su posterior artículo para Stars and Stripes no tiene desperdicio: “Su corazón latía al compás nazi”.
La herida que dejó en Thomas Mann aquel brutal ataque, aquella sarta de mentiras y tergiversaciones sobre una de las cosas que más amaba en el mundo, fue tan profunda que, 12 años después, en una carta abierta a Walter von Molo, que le había pedido públicamente volver a Alemania para contribuir a su reconstrucción, Mann confesó: “Nunca olvidaré la campaña analfabeta y asesina que se llevó a cabo en la radio y la prensa contra mi ensayo sobre Wagner, organizada en Múnich, y que me hizo comprender definitivamente que mi regreso era imposible”. De hecho, no volvió a poner un pie en Alemania durante 16 años, tildando en una carta a Hans Pfitzner —de cuya música Mann había escrito elogiosamente, pero que no tuvo reparo alguno en añadir su firma al final del libelo— aquella protesta de una “excomunión nacional” que lo había condenado al “ostracismo social”. En su primer viaje a Europa tras la guerra, en 1947, evitó deliberadamente entrar en su país, y prefirió asociar el regreso, fuertemente simbólico, a una gran causa, ya que dos años después no podía dejar de alzar su voz en el bicentenario del nacimiento de —por supuesto— Goethe en las ciudades en que había visto la luz (Fráncfort) y cerrado los ojos (Weimar) su referente literario por antonomasia. En 1955, el año de su propia muerte en Suiza, la última estación de su larguísimo destierro, haría lo propio en el sesquicentenario de otro gigante: Friedrich Schiller.
En sus “memorias no escritas”, Katia Mann nos brinda informaciones muy valiosas. Por ejemplo: “Mi marido no aprendió nunca a tocar el piano; pero improvisaba de oído, sobre todo Tristan. Amaba la música y, si se quiere dividir a las personas en personas de ojos y de oídos, él no era realmente una persona visual”, al contrario precisamente de Goethe, un dibujante y naturalista a quien cuadraban a la perfección los versos que puso en boca de Linceo al comienzo del quinto acto de la segunda parte del Fausto: “Nacido para ver, / llamado a observar” (“Zum Sehen geboren, / Zum Schauen bestellt”). Golo Mann reveló en una ya citada conferencia leída en 1964 en Múnich que su padre “necesitaba música para descansar, relajarse y limpiar su mente”. Monika Mann, por su parte, recordó cómo se reunía la familia al completo para escuchar música en su casa de la Poschingerstraße: “Nos parecía que papá manejaba muy bien el gramófono y que, con una autoridad natural, velaba por que reinaran el silencio y la concentración. Su manera de escuchar era contagiosa: era una escucha especial; escuchaba con todo su ser y su receptividad era en sí misma un acto creativo”.
Erika, su hermana mayor, que había sido una joven transgresora, rebelde y extravagante, y que, al igual que su hermano Klaus, decidió vivir su homosexualidad sin cortapisas (algo que Thomas jamás se atrevió a hacer), se convirtió en la más fiel ayudante y consejera de su padre en la etapa final de su largo peregrinaje, de sus Wanderjahre, tanto en California como en Suiza, donde está enterrado. Tan solo mes y medio antes de aquella conferencia sobre Wagner, que acabaría teniendo tan nefastas y perdurables consecuencias, Erika había fundado en Múnich su efímero cabaret político-literario Die Pfeffermühle (El molinillo de pimienta), un nombre sugerido, claro está, por El Mago. Y al final mismo del relato que escribió sobre el último año de vida de su padre, la música hace una última y emocionante aparición: “Había muerto mientras dormía. Los médicos lo habían dejado a solas con mi madre. Él no se movía, no había cambiado la posición de su cuerpo yacente. Sólo había movido la cabeza de manera casi imperceptible hacia un lado y su expresión había cambiado, como podría haberlo hecho si estuviera durmiendo. Era su cara de música, que se había vuelto ahora hacia mi madre, esa cara, absorta y profundamente atenta, con la que solía escuchar sus obras más familiares y amadas”. Thomas Mann tuvo una muerte tan musical como su vida.
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