Contra el franquismo
Necesitamos una conversación adulta sobre qué significa ser demócratas en un país donde ya ni siquiera compartimos qué estamos defendiendo cuando decimos que defendemos la democracia


La conmemoración de la muerte de Franco ha mostrado una celebración solipsista: élites hablando para sí mismas mientras grandes sectores del país miran con indiferencia o rechazo. La pregunta incómoda que hemos postergado demasiado tiempo es si es posible tener una democracia funcional sin un relato compartido sobre sus orígenes. ¿Podemos construir el futuro sin un pasado común? Lo dijo Javier Cercas: “No sé qué demonios estamos celebrando”. Porque es cierto que necesitamos una conversación adulta sobre qué significa ser demócratas en un país donde ya ni siquiera compartimos qué estamos defendiendo cuando decimos que defendemos la democracia. Hoy, podemos escribir sobre los “claroscuros” de 1977-1981, rechazando tanto la “versión rosa” (Transición modélica sin fisuras) como la “versión negra” (pacto fraudulento de élites), y hacerlo de forma matizada, compleja y seria. Sin embargo, análisis como ese quedan suspendidos en el aire, pues asumen que hay consenso sobre los hechos básicos y que todos sabemos qué fue el franquismo. Cercas da por sentado que Franco fue “siniestro y sanguinario”, pero Paul Preston advertía en este periódico que eso no es algo tan obvio para muchos españoles. Sectores significativos de la población consideran hoy que Franco “no fue tan malo”, que “trajo desarrollo económico”, que la represión está “exagerada” y que “hubo excesos en ambos bandos”. El de Cercas es un ejercicio de narrativa histórica sofisticada, pero evita el trabajo político duro: establecer qué es innegociable.
Antes de juzgar la Transición, necesitamos definir las verdades sobre el franquismo. Y España no ha hecho eso. Por eso el debate sobre la Transición se vuelve fantasmal, porque no tiene base. Podemos tener narrativas sofisticadas sobre ella, pero no hemos procesado narrativamente el franquismo: saltamos al segundo piso sin construir el primero. Por ejemplo, que el Holocausto existió es una verdad innegociable, pero entender su significado político solo es posible después de haber asentado esa verdad compartida. ¿Y cuáles son esas verdades innegociables en nuestro país? Los historiadores documentan exhaustivamente los crímenes del franquismo: el golpe de 1936, la Guerra Civil, 40 años de dictadura con represión sistemática, torturas, ejecuciones, campos de concentración, decenas de miles de desaparecidos en fosas comunes. Los archivos están llenos, las monografías son contundentes, los datos incontestables. El problema es que la verdad historiográfica nunca se convirtió en verdad política compartida.
Cuando Franco murió, iniciamos una transición democrática que culminó con la amnistía de 1977, que fue distinta a otros procesos de justicia transicional: no hubo comisión de la verdad, ni depuración oficial de responsabilidades, ni proceso público de testimonios. La amnistía fue una transacción entre élites políticas que decidieron “pasar página” sin leerla primero. El resultado es que los hechos básicos sobre el franquismo siguen siendo disputados socialmente. El debate se cerró en falso tras un error conceptual fatal: confundimos pluralidad política con relativismo factual. Pensamos que respetar todas las sensibilidades de la Transición exigía no establecer verdades rotundas sobre el franquismo. Pero la democracia no requiere relativizar los hechos sino establecerlos como base común, precisamente para que el debate político sea posible. Cincuenta años después, esa lección sigue esperando.
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