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Aniversario del 20N
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Nada que celebrar

Tanto el franquismo como el antifranquismo eran robustos cuando murió el dictador. Por ello la democracia tardó en llegar

Javier Cercas

Muerto Franco, no se acabó la rabia. Cuarenta años son una eternidad: el 20 de noviembre de 1975, muchos españoles solo habían conocido el franquismo y casi consideraban que aquel régimen tenebroso de pícaros, patanes y meapilas era, más que una dictadura, el estado natural de las cosas. Esto explica que el sentimiento más extendido en España, el día de la muerte de Franco, no fuera ni de alegría ni de tristeza; el sentimiento más extendido era de incertidumbre, de perplejidad, de desasosiego. Nadie lo captó mejor que Julio Cerón, aquel singular diplomático que a finales de los años cincuenta fundó el FLP (Frente de Liberación Popular) y pagó con tres años y pico de cárcel su osadía antifranquista. “Cuando Franco murió, hubo gran desconcierto”, dijo. “No había costumbre”.

Hay quien piensa que la democracia era inevitable en España tras la muerte de Franco; asombrosamente, lo piensan incluso algunos protagonistas de aquel período. Es un espejismo teleológico. La democracia no es un don sino una conquista, así que nunca es inevitable, y mucho menos en aquella súbita España sin Franco; de hecho, algunos politólogos relevantes, como Giovanni Sartori, pensaban por entonces que los españoles no estábamos preparados para la democracia. El lema celebratorio de nuestro Gobierno –“España en libertad. 50 años”— comporta una falsedad flagrante. La muerte de Franco no representó el fin del franquismo; tampoco, el principio de la democracia. El franquismo era robusto a la muerte de Franco, aunque no lo bastante robusto para imponerse al antifranquismo; el antifranquismo era robusto a la muerte de Franco, aunque no lo bastante para imponerse al franquismo. De ese empate de impotencias surgió en España la democracia.

Pero no surgió en seguida. Lo que trajo la muerte de Franco no fue la libertad: fue el arranque de una serie de movimientos políticos y sociales que con el tiempo se conocería como Transición, y que terminó acarreando el cambio de una dictadura por una democracia. Ese período histórico se ha vuelto políticamente controvertido, no porque nuestros políticos tengan un interés real en la historia, sino porque incluso el político más zoquete sabe que, para controlar el presente y el futuro, primero debe controlar el pasado. Esta elemental sabiduría orwelliana es la responsable de que, desde que a mediados de la década pasada se desintegró o pareció desintegrarse el sistema de partidos engendrado por la Transición, esta haya ingresado en el campo de batalla político: los nuevos partidos necesitaban imponer una versión del pasado útil para sus intereses, manipulándolo o falsificándolo a conveniencia con el fin de deslegitimar a sus oponentes, a quienes consideraban con razón responsables de él. El resultado fue el afloramiento en el debate público de un relato dual y contradictorio de la Transición, que hasta entonces había permanecido soterrado, en germen.

Resultado de ese resultado: ahora mismo existe una versión rosa y una versión negra de la Transición. La versión rosa, respaldada por la derecha y por muchos protagonistas del período ansiosos por reivindicar su ejecutoria, postula que la Transición fue un período de concordia sin fisuras entre unas élites ejemplares, cuya sensatez inflexible y cuyo sentido histórico propició un tránsito pacífico de la dictadura a la democracia; respaldada por la extrema izquierda y los secesionistas, la versión negra argumenta que la Transición fue un enjuague ignominioso gracias al cual el Régimen por antonomasia —el franquismo— se transmutó en el Régimen del 78, que en el fondo no es una democracia auténtica sino una falsa democracia: el franquismo por otros medios. No sé si hace falta añadir que ambas versiones son falsas. La verdad es que, como muestran todos los índices de calidad democrática del mundo, la Transición alumbró una democracia real, peor que algunas y mejor que muchas, imperfecta como todas; también alumbró —esto no es una opinión: es un hecho— los mejores cincuenta años de la España moderna. No es menos verdad, sin embargo, que aquel fue un período muy complejo, saturado de claroscuros éticos, equilibrios políticos, tensiones sociales y violencia de derecha y de izquierda, y que, aunque desde mediados de 1976 hasta finales de 1978 dominó en la clase dirigente el acuerdo político, la responsabilidad histórica y la voluntad de salir entre todos de la dictadura y construir una democracia, a partir de principios de 1979, una vez aprobada la Constitución, la vida política conoció una discordia sin cuartel, una polarización extrema y, por momentos, una irresponsabilidad suicida, todo lo cual terminó abocando dos años más tarde a un golpe de Estado.

Ese fue el momento clave. Jurídicamente, la democracia empezó el veintisiete de diciembre de 1978, cuando se promulgó la Constitución después de haber sido aprobada en referéndum tres semanas antes; simbólicamente —es decir, realmente—, empezó a las seis y media de la tarde del veintitrés de febrero de 1981, en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, cuando los tres políticos más determinantes para la instauración de la democracia, que durante la mayor parte de sus vidas no habían creído en ella —Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado, Santiago Carrillo—, decidieron jugarse el tipo por la democracia. ¿Murió también entonces el franquismo? No hay que hacerse el interesante: sí, por motivos obvios; no hay que ser ingenuo: no, porque el pasado no pasa nunca: es una dimensión del presente sin la cual el presente está mutilado. Lo mejor que se puede hacer con el pasado, empezando por el pasado más tenebroso, es intentar entenderlo: esa es la única forma conocida de poder dominarlo y de impedir que sea él quien nos domine a nosotros, obligándonos a repetir una y otra vez los mismos errores. En otras palabras: es imposible hacer algo útil con el futuro sin tener el pasado siempre presente.

En cuanto a mí, el asco insuperable que me produce la muerte me impide alegrarme incluso de la de un individuo tan siniestro y sanguinario como Francisco Franco.

La verdad: no sé qué demonios estamos celebrando.

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Sobre la firma

Javier Cercas
Javier Cercas nació en Ibahernando, Cáceres, en 1962. Es autor de 12 novelas que se han traducido a más de 30 idiomas y le han valido prestigiosos galardones nacionales e internacionales. Ha recibido, además, importantes premios de ensayo y periodismo, y diversos reconocimientos al conjunto de su carrera. Es miembro de la Real Academia Española.
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