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Tribuna
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Vísperas de Santa Marta

La relación entre Europa y América Latina debe pasar de la nostalgia de las afinidades históricas a la acción conjunta en asuntos capitales como la seguridad de suministros, la transición climática o la defensa del orden multilateral

Josep Borrell

La Cumbre de Bruselas en el 2023 relanzó la relación entre la Unión Europea y la Comunidad de Estados de Latinoamérica y el Caribe (CELAC) tras ocho años sin sentarnos a la mesa. La que se ha de celebrar en Santa Marta (Colombia), a partir del próximo 10 de noviembre, debiera consolidar avances en un mundo más fragmentado en el que ambas regiones se enfrentan a desafíos comunes. Algunos se manifiestan de forma muy aguda; Latinoamérica y el Caribe es la región más desigual y violenta del mundo, sufre del crimen organizado, fragilidad institucional y crisis humanitarias. La desafección democrática está en máximos históricos desde 1995 según el Latinobarómetro: surgen discursos autoritarios y populistas. Europa también sufre una creciente desigualdad social, aumento del narcotráfico, polarización y desinformación de la esfera pública y pujanza de las fuerzas políticas nacionalpopulistas.

El contexto es diferente al de Bruselas en 2023: Trump está de vuelta a la Casa Blanca y China más presente. Santa Marta tendrá de marco un desorden mundial del que podrían emerger tres polos de poder, EE UU, China, y Rusia, que articularán un nuevo mundo. El reto para la relación transsuratlántica es pasar de la nostalgia de afinidades histórico-culturales a la acción conjunta en asuntos capitales como las consecuencias sociales de la transición climática y de la transformación digital, la seguridad de los suministros y la defensa de un orden multilateral en un momento en el que EE UU ha desempolvado de pensamiento, palabra y obra la doctrina Monroe.

No partimos de cero. La Agenda de inversiones Global Gateway (denominación de difícil traducción al castellano), la reactivación de canales de comunicación políticos y técnicos, y —si logramos culminarlo— el acuerdo UE–Mercosur, pueden impulsar y reequilibrar cadenas de valor estratégicas y ser un motor de desarrollo y sostenibilidad, de equilibrio ambiental-industrial. Para ello hay que pasar del discurso a los proyectos, y de los proyectos a los impactos medibles.

Europa está a la búsqueda de su autonomía estratégica, que ha pasado de ser un concepto pasado de moda antes de la invasión de Ucrania a ser rebautizado como la recuperación de la soberanía. Pero no hay autonomía estratégica abierta sin alianzas con el resto del mundo. Y qué mejor alianza que la de dos regiones que comparten, mejor que otras, la democracia, economías abiertas y Estado de derecho. Pero ese capital político hay que traducirlo en infraestructuras, energía, conectividad digital, conocimientos y una postura común ante el nuevo desorden mundial.

En octubre de 2025, la UE acreditó y reforzó la canalización de proyectos con el Banco Mundial. Su importancia práctica se traduce en corredores eléctricos, hidrógeno renovable, interconexión de datos (cables y nube), y nearshoring industrial con estándares laborales y ambientales altos. En Santa Marta se deberían acordar carteras de proyectos ya financiables, con protagonismo de los gobiernos latinoamericanos y sus agendas de desarrollo, y que eviten nuevas lógicas extractivistas y que sigan concretando las cuantificaciones redondas como los 300.000 millones de euros a movilizar por Global Gateway en 2021-2027,cuando ya ha pasado el ecuador de ese período.

La conversación honesta también exige reconocer fricciones. La lucha contra la deforestación ha generado inquietud en productores latinoamericanos; su aplicación escalonada debe combinar ambición climática con viabilidad operativa y cooperación técnica, para evitar impactos inasumibles en pequeñas y medianas empresas. El objetivo europeo no es levantar barreras, sino promover cadenas de valor globales sostenibles, empeño que compartimos en ambas riberas del Atlántico Sur, aunque parece que quieran abandonarlo en la del Norte. No se trata de posponer indefinidamente la aplicación de normas, sino de acompañarlas con trazabilidad, cartografía y asistencia, elementos esenciales para verificar el origen de los productos, controlar con precisión el cambio de uso del suelo y garantizar que todos los actores —incluidos los pequeños productores— puedan cumplirlas.

Para que esta agenda funcione necesitamos armar política, industrial y financieramente a ambas partes: alinear los bancos de desarrollo (CAF, BID, BEI), garantías, y compras públicas. Solo crearemos confianza si mostramos —con nombres y cifras– dónde se ejecutan los proyectos, cuando acaban las obras, que empleo crean y con qué estándares se ejecutan. En política exterior, credibilidad también significa definir y cumplir plazos y no solo anunciar objetivos que puedan aplaudirse.

El multilateralismo no sobrevivirá con discursos. Se sostiene en interdependencias bien articuladas. Europa y América Latina y el Caribe pueden construir una alianza de alianzas: materias primas y energía limpia; interconexión digital segura; cadenas sanitarias (vacunas y principios activos) resilientes; una agenda social que proteja a los que pierden en cada transición y avance en la igualdad de género; y la defensa del sistema de Naciones Unidas cada vez más abandonado por uno de los grandes países fundadores.

En el nuevo desorden mundial, la seguridad económica importa tanto o más qué la eficacia. La agresión de Rusia contra Ucrania y la creciente rivalidad interpotencias está dando lugar a una geopolítica sin red. En este contexto, la relación UE–CELAC no es ni puede ser una courtesy call, es una necesidad estratégica que no saldrá adelante si Santa Marta se reduce a una sucesión de monólogos sobre cuestiones irritantes. La experiencia de 2023 mostró que las cumbres sirven si abren procesos con seguimiento.

Por último, una palabra sobre el método. A quienes nos piden elegir entre “valores” e “intereses”, conviene recordar que en la práctica a menudo van de la mano: instituciones predecibles, Estado de derecho, transparencia y lucha contra la corrupción reducen el riesgo y atraen inversión. La capacidad de fijar estándares —desde la privacidad de datos hasta la sostenibilidad forestal– es parte del poder blando europeo; usarla con inteligencia significa concertarla con nuestros socios, no imponerla sin diálogo.

En Santa Marta, la que no tenía tren pero tenía tranvía, se abre la oportunidad de construir un espacio eurolatinoamericano de cooperación, democracia y desarrollo sostenible. Una enorme ambición que el mundo entero necesita.

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