Una doctrina imperial para el siglo XXI
Los principios que inspiraron a EE UU en su fundación reaparecen en la política exterior transaccional y agresiva del trumpismo
Los deseos de Donald Trump no son órdenes, ni mucho menos, pero revelan los fantasmas de su cerebro. Quiere anexionarse Groenlandia y recuperar el canal de Panamá. Anuncia el uso del ejército contra los carteles de la droga mexicanos y considera que a Justin Trudeau, el primer ministro de Canadá, le basta como título el de gobernador de una provincia americana. Es improbable que vea realizado alguno de ellos y ni siquiera es seguro que sus fanfarronadas, además de incomodar a sus vecinos, le sirvan para obtener tajada en las agresivas negociaciones de las que se considera un auténtico artista. Pero en todos ellos asoma una vieja doctrina que trazó el camino de Estados Unidos como imperio, el más poderoso desde el siglo XX.
Es la que adoptó en 1823 su quinto presidente, James Monroe, al formular la estrategia fundacional de su política exterior: no intervenir en los asuntos europeos, pero sobre todo evitar que los europeos intervinieran en los asuntos de Estados Unidos. Su desarrollo por otro presidente, Theodore Roosevelt, a principios del siglo XX (el llamado Corolario de la doctrina Monroe), abrió de par en par las puertas al expansionismo sobre el entero continente americano, en las Antillas y el istmo de Panamá ante todo, e incluso más allá. La nación fundada como anticolonialista se convertía así en imperialista.
La idea expansionista de Trump está inscrita en el lema del nuevo republicanismo. Make America Great Again (MAGA) contiene la apropiación del nombre del todo por la parte más poderosa y rica, aceptada con naturalidad por los ciudadanos estadounidenses y normalmente impugnada por el resto de americanos. Para que América sea grande otra vez debe ser solo para los americanos, se sobrentiende que para los más genuinos y poderosos.
Pudieran parecer viejos sueños y delirios imperiales, pero no lo son. A diferencia de sus inmediatos antecesores, Trump dedicará muchas energías al continente americano en su segunda presidencia. Ante todo para frenar la inmigración y deportar a sus países de origen a quienes no tienen permiso de residencia, cumpliendo así sus promesas electorales. También para atajar el tráfico de fentanilo que entra por México, si es necesario utilizando el ejército y vulnerando la soberanía de su país vecino. Y, al final, para enfrentarse a la presencia creciente de China en toda América Latina, cada vez más activa en comercio, inversiones e influencia política y diplomática.
El territorio americano es solo parte del tablero de la gran partida por la hegemonía global entre Washington y Pekín, solo que la doctrina que sirvió hace dos siglos para frenar a las potencias europeas servirá ahora para parar los pies a China. En Groenlandia hay yacimientos de gas, petróleo y tierras raras, todo lo que persiguen las grandes potencias para asegurar el funcionamiento de sus economías e incluso su primacía militar. Con el cambio climático, sus costas se abren a la navegación y al acceso al Ártico, una perspectiva que abre el apetito geopolítico de todos. Otro tanto sucede con el canal de Panamá, regido por un tratado multilateral que da acceso a la navegación a todos los países por igual, también a China, hasta sugerir a la imaginación trumpista la exigencia de un futuro trato simétrico en los estrechos y accesos al Mar de China Meridional que Pekín quiere controlar siguiendo el ejemplo de Estados Unidos en las Antillas.
El trasfondo ideológico e histórico lleva el nombre de Monroe, pero su actualización prefigura la doctrina Trump. No hay aislacionismo, sino proteccionismo, unilateralismo, retraimiento y concentración en el continente americano. La relación con el resto del mundo, incluidos los aliados, será transaccional, si hace falta trocando tarifas, sanciones, seguridad y favores comerciales y políticos, todo guiado por la ley del más fuerte y acaso por alguna regla de juego, siempre que juegue a favor. No cuentan los valores liberales ni los derechos humanos. Ni se descarta el uso de la fuerza donde sea, pero al servicio exclusivo de los intereses de Estados Unidos.
Sin aprecio por las alianzas permanentes y escasa cooperación entre gobiernos, será una política exterior dura, agresiva y quizás de validez universal en nuestra época. Le sirve a Vladímir Putin y a Xi Jinping, incluso a Benjamín Netanyahu. Funciona donde hay proyectos expansivos más o menos disimulados, como los tienen Rusia, China o Israel. El “Mundo Ruso”, el “Imperio del Centro” conectado globalmente por la Nueva Ruta de la Seda, e incluso el “Gran Israel” bíblico entregado por Yahvé al pueblo judío, remiten a un derecho natural y exclusivo a expandirse en la geografía considerada como propia. No debe sorprender que Adolf Hitler adoptara similares ideas con su reivindicación de un “espacio vital” (Lebensraum) para los alemanes. Es la doctrina Monroe. Surgió en los momentos de rivalidad entre imperios coloniales y regresa hoy en la nueva pugna multipolar entre los imperios del siglo XXI.
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