Cómo Trump puede revolucionar el orden mundial a través de cuatro conflictos
Aunque no hay ninguna certeza, las señales que ha emitido el presidente electo apuntan a un importante impacto sobre dos guerras en desarrollo (Ucrania y Oriente Próximo) y dos potenciales (Taiwán y Corea)
La segunda presidencia de Trump tiene el potencial para provocar una auténtica revolución geopolítica. No hay certezas sobre lo que hará —dada la imprevisibilidad del personaje y la ambigüedad de su campaña en ciertos aspectos—, pero los indicios disponibles apuntan como probable un impacto profundo sobre las relaciones internacionales. Este puede producirse en distintos planos, entre ellos, claramente, el comercial. Además, hay cuatro conflictos a través de los cuales ese impacto puede resultar trascendental y duradero. Dos son guerras en pleno desarrollo (Ucrania y Oriente Próximo), mientras los otros dos son potenciales (Taiwán y Corea). A continuación, un intento de ofrecer una lectura analítica de los elementos disponibles.
Ucrania
Durante la campaña, Trump ha insistido repetidamente en dos conceptos: su voluntad de forzar un acuerdo de paz y su indisposición a seguir sufragando el esfuerzo bélico de Kiev. En ningún momento ha definido los rasgos conceptuales de lo primero ni el calendario de lo segundo. Es probable que ni él tenga claro exactamente qué quiere hacer.
Ucrania y sus socios esperan que pueda prevalecer la doctrina Pompeo, con la que el ex secretario de Estado de Trump plantea forzar a Vladímir Putin a un acuerdo al menos relativamente razonable a través de una serie de medidas que le induzcan a creer que no le conviene seguir en la lucha. Entre esas medidas estarían un incremento de producción de energía (por parte de EE UU e, idealmente, de Arabia Saudí) que bajara los precios, un aumento del gasto militar de los países de la OTAN, un fortalecimiento de la industria de defensa de EE UU y un gran préstamo —no ayudas a fondo perdido— a Ucrania. Pero, dentro del universo Trump, Pompeo es parte de un segmento tradicionalista minoritario, que no necesariamente logrará imponer sus tesis. Otro segmento, el aislacionista, presionará para una política muy diferente. Trump, por su parte, ha dicho que parará la guerra enseguida, y aborrece la idea de desembolsar más dinero.
En la pasada legislatura los republicanos obstaculizaron durante meses la aprobación de un nuevo paquete de ayuda bajo el influjo de la teoría trumpista de que gastar tanto dinero estadounidense en Ucrania es absurdo. Finalmente, dieron luz verde, con toda probabilidad porque Trump entendió que sin esa ayuda las presidenciales de noviembre se habrían celebrado con una Ucrania derrotada y con el candidato republicano considerado universalmente como responsable de esa debacle.
No cabe duda de que Trump no querrá pasar a la historia como el líder que presidió al completo colapso de Ucrania. Pero el equilibrio entre eso y su política de América Primero es extremadamente complejo en un momento en el que la ayuda actual ya es insuficiente y Kiev está perdiendo. Es posible que la derrota completa cuaje sin que haya una voluntad política de que se produzca.
El contexto es que los países europeos han hecho un esfuerzo considerable para sostener a Ucrania ante la invasión, pero el respaldo estadounidense es insustituible. No solo EE UU es con diferencia el primer apoyo militar de Ucrania (unos 56.000 millones de euros desde 2022, frente a los aproximadamente 10.000 cada uno de Alemania y Reino Unido, según datos del Kiel Institute), sino que es el único con capacidad de proveer un esencial respaldo de inteligencia y capacidades especiales. La UE dista de haber logrado incrementar su tejido productivo como para poder compensar la ausencia del primer apoyo de Ucrania. El de EE UU, aunque también limitado, es un pilar indispensable.
Por el otro lado, Putin acaba de recibir una importante inyección de fuerza con la llegada de soldados norcoreanos. A la vez, sin duda percibe los titubeos y el cansancio de los adversarios. Insistirá.
Una victoria absoluta rusa sería un vuelco histórico. Pero incluso un acuerdo que sancionara una fuerte merma territorial y la inhibición de la libertad de la política exterior de lo que quedara de Ucrania sería un éxito geoestratégico para Rusia que no solo tendría impacto en la región, sino que cambiaría las relaciones globales, con el entendimiento de que a las democracias occidentales se les puede doblar el pulso en asuntos de máxima importancia por la mera superioridad de la fuerza de voluntad. Sería un mensaje de un efecto inconmensurable a escala mundial: tanto para los aliados europeos, que tocarían con mano la realidad del desapego estadounidense de la región, así como para toda la galaxia de regímenes autoritarios descontentos con la primacía occidental, que constatarían su debilitamiento y la disgregación del lazo entre sus principales representantes.
Oriente Próximo
La primera presidencia de Trump dejó claro su absoluto apoyo a Israel y a su plan colonizador, y también su determinación para rediseñar el mapa de la región, fomentando una alianza con las monarquías suníes que arrinconara al eje chií. La Administración de Biden ha dado un inmenso respaldo militar a Israel. La de Trump le puede dar uno incluso mayor en el plano político.
Un estudio de la Universidad Brown de EE UU estima que Washington ha dado ayuda militar por valor de unos 18.000 millones de dólares (16.800 millones de euros) a Israel entre el 7 de octubre de 2023 —día del infame ataque de Hamás— y el 30 de septiembre de 2024. Esto se suma a los aproximadamente 4.000 millones anuales suministrados en las últimas décadas. La brutalmente desproporcionada respuesta de Israel, un intolerable castigo colectivo, no habría sido posible sin todo eso. No obstante, aunque de forma insuficiente e ineficaz, la presidencia de Biden intentó marcar algunos límites y mantuvo su apego, al menos retóricamente, a la solución de los dos Estados. Ahora el escenario puede empeorar.
De entrada, hasta la entronización del nuevo presidente el 20 de enero, Benjamín Netanyahu puede contar con más de dos meses de libertad absoluta con una Administración estadounidense saliente y deslegitimada. Es probable que seguirá en su campaña, bajo la lógica de que un conflicto intenso es su mejor garantía de seguir en el poder. Después, contará con un presidente al que le parece muy bien la colonización ilegal y que rompió el acuerdo nuclear con Irán que había sellado Barack Obama y los europeos querían mantener. Cabe recordar que el primer ministro israelí profirió recientemente unas poco veladas amenazas de cambio de régimen en Irán. Es posible que Trump le presione para terminar la guerra y apuntarse el mérito. De ser así, cabe prever una gran disposición a concesiones por parte de su Casa Blanca ante los abusos colonizadores de Israel y una relación transaccional con Arabia Saudí y otros regímenes suníes que les permitirá amplio radio de acción si en paralelo viajan nutridos contratos de compras de armamento —esquema que ya se vio aflorar en la primera presidencia—.
Esto tendría múltiples consecuencias. No solo colocará probablemente la piedra tumbal sobre las aspiraciones —y el derecho— de los palestinos, sino que arrojará a Irán aún más en brazos de Rusia y China, consolidando el naciente eje autoritario asiático junto a Corea del Norte.
Taiwán
Aunque la relación de la nueva presidencia Trump con China será marcada de entrada por los aranceles que EE UU pueda imponer o las nuevas restricciones al acceso a tecnologías sensibles, un punto estratégico esencial a medio y largo plazo serán las señales que el nuevo mandatario emitirá acerca de Taiwán.
Hay que recordar que Xi Jinping ha señalado reiteradamente que el “rejuvenecimiento” de China que él busca entraña necesariamente la afirmación del control de Pekín sobre la isla. Biden ha sido el presidente estadounidense más explícito en prometer una defensa de Taiwán en caso de que resultara atacada de forma injustificada.
Si bien la voluntad de conservar la primacía de EE UU frente a China es parte central del discurso de Trump —y es, de paso, el único consenso bipartidista de Washington—, el instinto aislacionista y el recelo a involucrarse en operaciones bélicas son parte esencial de su política. Si Pekín interpretara que Trump no está dispuesto a activarse para defender a Taiwán, esto podría modificar los cálculos acerca de la oportunidad de una acción militar para subyugar la isla.
Corea
El estrechamiento de los lazos entre Pyongyang y Moscú despierta muchas inquietudes. La razón primera es evidente: a través del apoyo militar a Rusia, Corea del Norte busca obtener a cambio ayudas del Kremlin —tecnología militar, alimentos, energía— y en general una posibilidad de no depender solo de China, ampliar sus opciones, tener una capacidad triangular en vez de solo bilateral. Pero algunos se preguntan si la activación de esa cláusula de mutuo apoyo bélico es un paso para fortalecer las opciones de atacar a Corea del Sur. Esto no es probable, pero no es conveniente descartar nada, sobre todo si la rama aislacionista acabara imponiéndose en la nueva Administración Trump.
No hay ninguna certeza acerca de lo que hará Trump. Es posible que ninguno de los peores escenarios se materialice. Pero el historial de la primera presidencia, y de la reciente campaña, da la sensación de que —a diferencia de lo que ocurrió en 2016— no se rodeará de figuras del establishment republicano —que frenaron sus instintos—. Entonces ni él pensaba que ganaría, no tenía realmente ni un programa ni un equipo preparado. Esta vez es diferente. Esta vez parece más probable un quiebre profundo del entramado de alianzas construido por EE UU después de 1945 y una consistente alteración del panorama geopolítico.
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