El anillo
Ahí estaba yo, literalmente con las manos en la masa, la cabeza bullendo de ideas, escuchando a Iggy Pop


Era sábado o domingo. Estaba amasando pan con una receta que hice muchas veces durante la pandemia y que había considerado perdida. Es un pan trabajoso. Lleva semolín, harina, por supuesto levadura, cantidades ingentes de agua, y requiere mucho amasado, mucho reposo, y un rato largo de horno. Ahí estaba yo, literalmente con las manos en la masa, la cabeza bullendo de ideas, escuchando a Iggy Pop y siguiendo el método que indica esa vieja receta italiana: amasar al “passo del cavallo”, hundiendo las manos sin dejar de tocar nunca la masa. Sale una mano, entra la otra, sale una mano, entra la otra. Así, durante media hora en un masacote casi líquido y sumamente pegajoso. Me dolían los hombros y el cuello, pero avanzaba bien. A los quince minutos sonó el teléfono. Era un vecino del edificio. Pensé que había pasado algo, me quité el masacote a los tirones, me enjuagué un poco las manos y atendí. No era nada serio, un trámite que había que hacer. Colgué y volví a amasar los veinte minutos restantes. Después dejé reposar, volví a amasar un rato. Es un procedimiento largo y hermoso. Todo el proceso toma unas seis horas. Es como ver crecer un árbol en tiempo real. Cuando estuvo listo, le di forma al pan, lo espolvoreé con harina y lo metí en el horno a 250 grados. Después lo bajé un poco para terminar de hornear. Quedó bien. Una gran horma con la corteza crujiente, blanquísimo. A la mañana siguiente corté unas rebanadas. En un momento el cuchillo chocó contra algo muy duro. La resistencia no era normal. No podía ser harina endurecida porque el pan estaba esponjoso. Entonces miré y ahí estaba, incrustado, el anillo de plata que el hombre con quien vivo me regaló hace unos años en Barcelona. Intacto. Había sobrevivido al amasado salvaje, al horno brutal y al filo del cuchillo. Hundirse, perderse, quemarse, resistir. No es una fórmula bonita pero aplica a muchas cosas. A más de las que quisiéramos.
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