Garamendi, lo sagrado y lo profano
El presidente de la patronal se burla de la propuesta de ampliar el permiso por el fallecimiento de un familiar a 10 días


Hasta que murió mi abuela, nunca había visto a mi abuelo expresar con palabras pesadumbre o tristeza. Creo, de hecho, que nunca lo había visto verbalizar sentimiento alguno. En tercero de carrera nos mandaron escoger un personaje del siglo XX y hacer una breve biografía, así que yo lo elegí a él como paradigma del obrero de la época. El día que le llevé el trabajo no me dio las gracias sino 20 euros y un abrazo. Tampoco creo que el mío sea el único abuelo cuyos nietos jamás han visto verbalizar emoción ninguna: pertenecen a una generación en la que, tanto para bien como para mal, no eran tan importantes.
El caso es que algo cambió cuando mi abuela Mari Cruz, su Mari Cruz, murió de repente: que, también de repente, empezó a hablar de todo lo que la quería y de lo mucho que la echaba de menos. Un día fue al programa de Ramón García a buscar novia y dedicó la mayor parte de su intervención a hablar de mi abuela, así que no le salió ninguna pretendienta. Para mí, y supongo que para otros miembros de mi familia, fue extraño y bonito comprobar como, siempre que uno lo permita, la realidad nunca deja de moldearle.
En una ocasión me estaba hablando de ella y le propuse —a él, ateo ultraortodoxo, anticlerical radical y el blasfemo más creativo que he conocido— que se pusiera a creer en Dios, que así sabría que un día iba a reunirse con ella. Se quedó pensando unos segundos y, en lugar de hacer los aspavientos habituales en él cuando alguien menciona al Altísimo, me respondió “sí hombre, a estas alturas”. Yo sospecho que, como para empezar a hablar de lo que a uno le come el alma o para ir a Castilla-La Mancha Televisión a buscar novia, nunca es tarde. Pero no se lo dije, como tampoco le dije que hablar con mi abuela cuando la visita en el cementerio es muy similar a rezar, o que hacerlo se parece poco a tener la mentalidad racional de la que siempre ha presumido.
Pensaba en todo esto mientras escuchaba a Garamendi reírse de la propuesta de ampliación de la baja por fallecimiento de un familiar de dos a diez días. Al presidente de la CEOE se le hace “una ocurrencia” que un trabajador al que se le ha muerto un padre o un hijo tenga dos semanas de baja para procesarlo. Y se preguntaba, socarrón e irónico, si la ministra de Trabajo habría calculado el coste económico de que los patronos tengan que dejar a sus trabajadores llorar a sus muertos tranquilos.
Es curioso que al presidente de la CEOE, que es católico, parezca apelarle más lo profano que lo sagrado en lo que se refiere al misterio que enfrenta quien padece la pérdida de un ser amado. Justo al contrario que a mi abuelo, que está transitando su duelo y sus últimos años con una sensibilidad —tanto por lo tangible como por lo intangible— nunca antes vista en él.
El mismo día que Garamendi se burlaba de la propuesta de Yolanda Díaz de que los padres que pierden a sus hijos o los hijos que pierden a sus padres puedan tener más de dos días de descanso y consuelo, el Papa publicaba su primera exhortación apostólica, Dilexi te. Está dedicada a los pobres y en ella nos recuerda a los católicos algunas cosas escandalosas, como que “la propiedad privada tiene (...) una índole social, cuyo fundamento es el destino común de los bienes”. O como la parábola del buen samaritano, que nos invita a mirar el dolor del otro y a no pasar de largo. Y nos dice que quien contenta a Dios es el hereje que se hace cargo del sufrimiento ajeno, no el sacerdote o el levita que miran para otro lado.
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