Ángeles caídos
El exilio es dramático, pero no entiendo a quienes lo sufren y aun así se suman a discursos excluyentes y xenófobos


1. Unos meses después de establecerse en Madrid, Irving fundó una costumbre. La practicaría cada domingo, con sol o lluvia, frío o calor, con algún o casi ningún dinero en los bolsillos. Saldría de su minúsculo piso rentado en Chueca, bajaría hasta la plaza de Vázquez de Mella, donde desayunaría con un cruasán y unos churros mojados en café cortado. Luego compraría la edición dominical de EL PAÍS y buscaría la calle de Alcalá para cruzar la Cibeles. Ya con la puerta de Carlos III a la vista, siempre cantaría en voz baja los versos más pegajosos de aquella canción que desde hacía mucho lo perseguía: “Mírala, mírala, mírala, la puerta de Alcalá…” y, dejando a su izquierda el monumento, penetraría en el parque del Buen Retiro.
Irving nunca privilegió uno de los posibles senderos hacia su meta en el parque. Tomaba uno u otro según su ánimo. Si estaba muy nostálgico, buscaba la plaza de Cuba, si estaba muy cabrón, pues el monumento a Valeriano Weyler, el genocida de la guerra de Cuba, y aliviaba la tensión cagándose en su puta madre. Entonces enrumbaba y no paraba hasta llegar a su destino manifiesto: la fuente del Ángel Caído.
Allí se acomodaba en alguno de los bancos cercanos y volvía a contemplar la extraña representación diabólica, una de las pocas estatuas erigidas al demonio y colocadas en un sitio público. La obra, creada por el escultor Ricardo Bellver en 1885, había sido montada sobre un pedestal, diseñado por el arquitecto Francisco Jareño, que no demeritaba la calidad de la pieza que sostenía. Al paseante dominical le atraía el dramatismo y movimiento del conjunto, el rostro aterrorizado del ángel condenado por su vanidad a convertirse en morador de las tinieblas y también admiraba las caras luciferinas de los monstruos que rodean el octágono del pedestal y alimentan el estanque por las comisuras de sus fauces.
Entonces Irving abría el periódico, leía algunos de los artículos e informaciones del día y solía sentir que los embates de su desarraigo se tranquilizaban, le daban un respiro para seguir, avanzar, procurar el complicado trámite de intentar pertenecer a un sitio ajeno.
Irving, es hora de decirlo, era cubano, diseñador de profesión, gay de nacimiento, y ahora exiliado o migrante por necesidad. Y, también debo recordarlo, Irving es un personaje de ficción, pero pudo haber sido una persona real.
2. En 1836, sabiéndose enfermo de muerte, el poeta desterrado cubano José María Heredia le envió una carta al capitán general español de la isla de Cuba pidiéndole una dispensa para poder volver por unas semanas a su patria, donde pretendía despedirse de su madre y hermanas. Heredia había salido al exilio en 1824 y, por sus actividades independentistas, condenado al destierro eterno que lo había llevado a Estados Unidos y luego a México, donde moriría en 1839 y sería sepultado en una fosa común.
Cuando a fines de 1836 Heredia pudo regresar a la isla, varios de sus compatriotas, escritores como él, criticaron lo que ellos consideraron una claudicación del poeta. Alguno, incluso, lo calificó de “ángel caído” por haber solicitado un permiso para el breve regreso. Heredia perdía su estatura moral con semejante decisión, adujeron esos compatriotas suyos, escritores como él que nunca asumieron los riesgos que él corrió ni recibieron los castigos que él sufrió.
Un siglo y medio después, otros exiliados cubanos se vieron imposibilitados de volver a la tierra natal cuando en ella enfermaron o murieron algunos de sus afectos. La condena al destierro eterno por sus actitudes o pensamientos disidentes fue incluso más compacta que la sufrida por Heredia en tiempos de la colonia. Todavía hoy existen cubanos sin posibilidad de retorno.
3. El exilio es dramático, desgarrador. Entraña muchos extravíos culturales y casi siempre exige la práctica de estrategias de asimilación a otras costumbres y modos de entender la vida, en un proceso que quizás llegue a compensar a la persona desarraigada con diversas ganancias: económicas, políticas, incluso intelectuales. Pero el dolor por lo amputado puede ser incurable. Y es comprensible. El exiliado debe armarse de escudos protectores para seguir adelante.
En Cuba, mi país, vimos a muchos españoles pasar por esos trances. Porque este es un drama universal. Inmersos en esos conflictos han estado desde los emigrantes que se han propuesto sellar el pasado para concentrarse en el presente y diseñar un futuro, hasta los que, aun llevando años lejos, viven como si jamás se hubieran marchado. Los que acarician su nostalgia y los que se alimentan del rencor. Y todos pueden ser comprendidos, pues la intensidad de su drama suele provocar reacciones viscerales.
Lo que, en cambio, soy incapaz de entender —y, quizás debo advertirlo: aquí no me refiero solo a mis compatriotas— es que algunos exiliados o migrantes, ya establecidos y más o menos asimilados a un nuevo contexto cultural, sean capaces de repudiar a otros que aspiran a lo que ellos buscaron y han logrado. Que acaten discursos excluyentes, incluso xenofóbicos, que rechazan a los nuevos aspirantes a las condiciones que ellos han alcanzado.
Mucho más doloroso me parece el caso de esos hijos de migrantes que, para más ardor, militan en facciones, partidos, tendencias que rechazan o hasta criminalizan la migración —y debo advertir ahora que no solo me refiero a lo que hoy puede ocurrir en Estados Unidos—. Es como si hubieran olvidado quiénes son, de dónde vienen, por qué están ahí y no en otro sitio, como si consideraran a los recién llegados miembros de una especie diferente, inferior, peligrosa incluso. Y aunque bien sabemos que la condición humana entraña la existencia de actitudes altruistas, también conocemos que es capaz de albergar posturas perversas, pero aun así cuesta entender semejante mezquindad.
4. Hace unos días ocurrió algo casi milagroso, y es que tuve una mañana dominical madrileña vacía de compromisos. Entonces, como si respondiera a un llamado del más persistente subconsciente, hice algo así como una peregrinación para llegar hasta la fuente del Ángel Caído.
Allí recordé la costumbre del emigrante Irving, su lucha por asimilarse al país de acogida, y también la condena a la que fue sometido el desterrado José María Heredia, eternamente enfermo de nostalgia por la patria lejana. Dos exiliados, dos apátridas que nunca se curaron de las heridas del desarraigo mientras trataban de recomponer sus existencias en otras geografías y culturas.
Mirando la escultura del Ángel Caído, en medio de una ciudad que me acoge con frecuencia pero que no es la mía, intenté verme a mí mismo como migrante y no lo conseguí. Mi destino no ha sido el de Irving y otros cientos de miles de mis compatriotas. Tampoco, afortunadamente, el de Heredia, pues todavía puedo regresar a mi lugar en el mundo, a mi casa. Pero aun así intento valorar lo que humanamente entrañan los exilios o destierros, entender el dolor de los desarraigos y quizás poder solidarizarme con quienes lo sufren, pues la mayoría de ellos han tenido que escapar más por necesidad que por elección, viven lejos porque no les es posible ya vivir cerca. Y recordé a Milán Kundera, también exiliado, que alguna vez escribió: “Nadie se va del sitio en que es feliz”.
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