No, la Agenda 2030 no prende fuego al monte
Los Objetivos de Desarrollo Sostenible promueven la gestión forestal, la prevención del riesgo y la restauración basada en evidencias

Este verano de 2025, con miles de hectáreas afectadas y evacuaciones en varias regiones, ha reaparecido una idea tan cómoda como falsa: que la Agenda 2030 “prohíbe gestionar” y, por tanto, sería responsable de lo que arde. Es exactamente al revés. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) promueven gestión forestal, prevención del riesgo y restauración basada en evidencia. Y la legislación española —empezando por la Ley de Montes— obliga a mantener los montes en condiciones que reduzcan el peligro de incendio. Ni la Agenda 2030 ni nuestras leyes empujan a la inacción: exigen planificar mejor.
Quizá porque a río revuelto, ganancia de político, o quizá por pura ignorancia bienintencionada, en el debate público han cuajado una serie de consignas y tópicos —repetidos como mantras—que confunden a la ciudadanía. Conviene desmentirlos con datos y con normas.
“La Agenda 2030 prohíbe limpiar el monte”. Falso. La gestión del combustible (desbroces, clareo) es una herramienta reconocida en prevención. El Objetivo 15.2 pide, de hecho, aumentar la superficie forestal bajo planes de gestión a largo plazo y con certificación, y el 11.b insta a que los municipios adopten planes de reducción del riesgo de desastres. Traducido: menos improvisación, más planificación.
“Se quema para recalificar”. Falso. La Ley de Montes establece que un suelo incendiado no puede cambiar de uso durante 30 años, salvo contadísimas excepciones y sujetas a control público. No hay un atajo legal para convertir ceniza en ladrillo. Vincular cada incendio a una recalificación encubre las verdaderas causas y dificulta las soluciones.
“La Agenda 2030 impone dejar hacer a la naturaleza”. Falso. La Agenda 2030 obliga a actuar. Además del 15.2 (gestión forestal), el Objetivo 6.6 exige proteger y restaurar ecosistemas relacionados con el agua —riberas, cabeceras, humedales—, clave tras los incendios para evitar erosión y avenidas. Y el 11.7 anima a garantizar espacios verdes seguros y accesibles en ciudades, lo que conlleva ordenar la interfaz urbano-forestal (donde se tocan o mezclan casas y masa vegetal) con franjas de seguridad, edificaciones adaptadas y autoprotección.
¿Qué explica la gravedad de este verano? Los incendios son el resultado de la combinación de condiciones meteorológicas extremas, acumulación de combustible en paisajes cada vez más continuos y exposición creciente en la interfaz urbano-forestal. La mayor parte de los fuegos tienen origen humano (negligencias, accidentes y, en menor medida, intencionalidad), pero su comportamiento extremo depende del estado del territorio. Un monte gestionado —con discontinuidades, manejo de herbívoros (domésticos y silvestres) y selvicultura preventiva— arde de otra manera, ofrece más oportunidades de ataque inicial y reduce daños.
Qué funciona (y está alineado con los ODS):
1. Prevención todo el año. Reequilibrar el gasto: menos campaña reactiva, más gestión proactiva anual. Mosaicos agroforestales, clareos selectivos y pastoreo dirigido y herbivoría natural —rebaños domésticos y fauna silvestre— donde sea compatible. Esto no es “dejar hacer”, es hacer bien.
2. Elección de especies con criterio de riesgo. Es comprensible que la gente quiera decidir qué plantar en sus terrenos. Pero esa libertad convive con un hecho físico: hay especies de rápido crecimiento que acumulan combustible fino y aceites volátiles, elevando la inflamabilidad y el riesgo de fuegos de copas. Son rentables si no arden antes de su corta; si arden, socializan pérdidas y costes. En cambio, especies autóctonas y altos niveles de diversidad biológica y estructural —lo más cercano a una naturaleza “natural”— aportan resiliencia, reducen continuidad de combustible y actúan como prevención. La planificación debe orientar qué plantar y dónde, con zonificación por riesgo, mezclas, bosques irregulares y limitaciones a monocultivos muy inflamables en áreas críticas.
3. Dispositivos profesionales estables. Plantillas con formación y empleo digno en prevención y extinción, dotación suficiente de medios y coordinación interadministrativa. La profesionalización es política climática aplicada.
4. Ordenanzas municipales que exijan y verifiquen franjas de autoprotección, mantenimiento de parcelas, materiales ignífugos en viviendas expuestas y planes de emergencia conocidos por la población. El Objetivo 11.b no es un eslogan: es un checklist operativo para alcaldías.
5. Restauración inteligente tras el fuego. Primero diagnóstico: suelos, pendientes, hidrología, regeneración natural. Donde la naturaleza responde, acompañar; donde no, reforestar con especies autóctonas y técnicas que protejan el suelo. Priorizar riberas y cabeceras, y evitar cortas indiscriminadas que agraven la erosión.
6. Indicadores públicos y trazables. Reportar anualmente las métricas del Objetivo 15.2.1 (superficie, biomasa, protección, planes de gestión, certificación) y el 6.6.1 (estado de ecosistemas de agua). Atar la financiación a resultados verificables y auditorías independientes.
7. Protocolos rápidos desde administraciones, entidades científicas y medios para desmentir mensajes que confunden prevención con prohibición. La desinformación también propaga incendios.
La buena noticia es que ya existe una brújula jurídica y técnica: la Ley de Restauración de la Naturaleza (Reglamento UE 2024/1991). Fija objetivos vinculantes de restauración por ecosistema y obliga a Planes Nacionales de Restauración con metas e indicadores medibles. Para bosques, implica mejorar la conectividad, estructura por edades, madera muerta, stock de carbono y biodiversidad; para ríos, recuperar conectividad; en ciudades, asegurar que no haya pérdida neta de verde y aumentar la copa arbórea; en turberas, rehumectar gradualmente. Es exactamente el tipo de marco que necesitamos tras un incendio: diagnóstico, suelos primero, agua y conectividad, y plantaciones autóctonas cuando toque.
Y sí: todo esto cuesta dinero. Sale de unas arcas públicas que llenamos entre todos, compite con prioridades legítimas —sanidad, educación, cuidados, vivienda— y exige elegir. Solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena, pero la prevención, la restauración y el seguimiento no pueden depender del sobresalto ni de la foto del día. Las decisiones no se dejan a la improvisación ni al aplauso inmediato: deben estar fundadas en conocimiento científico, aunque no sean populares, con presupuestos plurianuales, criterios técnicos y rendición de cuentas. Invertir antes es menos vistoso que apagar después, pero deja menos ceniza.
La pregunta útil no es si la Agenda 2030 “provoca” los fuegos, sino cuánto nos falta para cumplirla de forma seria. Menos ruido, más gestión: ese es el único camino que no arde.
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