La furia en la calle
Hay quienes están dispuestos a poner a prueba la paz social si así agarran un cacho de poder entre los dientes


Y, a pesar de todo, deberíamos considerarnos afortunados por vivir en este punto del mapa. Mientras en mi juventud había un anhelo de explorar mundo, hoy existe un repliegue al origen por la necesidad imperiosa de sentirse protegido. Incluso dentro de España, más aún de las grandes ciudades, hay un deseo de retorno, tal vez para restituir ese lazo con lo rural que un día se rompió. Y, a pesar de este ruido insufrible que perturba el sueño, deberíamos ser conscientes de ello y estar agradecidos, ser capaces de coser o de remendar lo que de cordialidad hay en unas relaciones diarias que pudieran acabar hechas jirones si nos dejamos llevar por el hedor de la vida pública. A pesar de todo, se convive, pero hay quienes sin escrúpulos están dispuestos a poner a prueba la paz social si con ello agarran un cacho de poder entre los dientes. Son los que dejan atrás cínicamente a los que fueron arrastrados por la dana sacudiéndose la responsabilidad; los que se olvidan, cuando en la tierra aún parece palpitar la amenaza del fuego, de la pobre gente que lo ha perdido todo, porque saben que convirtiendo la desgracia ajena en motivo de enfrentamiento rabioso eluden sus culpas.
Esta ola de indignidad ha ido creciendo sin respiro y hoy, este principio de curso, amenaza en el horizonte como un tsunami. Este septiembre recién inaugurado ha sido ejemplo de lo que nos espera: una gresca ensordecedora y estéril. Algo que en absoluto mejorará España, que no la preparará para los desafíos futuros: justo el ambiente donde suele brotar la discordia. Quien no lo vea está ciego o es un cínico. Somos un país con el suficiente bienestar como para asumir la protección de unos cuantos menores desamparados, hemos sido tradicionalmente generosos, pero, quién sabe, igual nos convencen para dejar de serlo.
No sufrimos de una violencia que nos impida salir a pasear por la noche como en tantos otros pobres países comidos por la violencia, pero puede acabar triunfando la idea de que nos urge atrincherarnos. Aún sentimos los ecos de una guerra, razón de que cediéramos tiempo y espacio a la lucha contra un genocidio que nos espanta y avergüenza. Habiendo salido de una dictadura que marcó a fuego una moral católica, nos hemos puesto a la cabeza de los derechos civiles y en leyes que las respaldan, pero no somos capaces de negar el espacio dentro de las instituciones públicas a quienes quieren cercenarlas. Teniendo una macroeconomía razonablemente saneada, podríamos llegar a acuerdos que posibilitaran la vida a quienes no alcanzan a tener un hogar en el que protegerse cada noche. Gozamos de un turismo que crea suficiente riqueza como para que no nos engolfemos en las cifras del éxito y atendamos también la vida de los barrios y el bienestar de los vecinos. En suma, somos lo suficientemente privilegiados como para repensar el país, protegernos ante la vulnerabilidad climática, ser generosos con quienes huyen del hambre, afianzar los derechos logrados. Hay talento de sobra para afrontar el desafío, pero algo nos dice que en el ansia ya desesperada por el poder prevalecerá el cinismo que nace de un egoísmo extremo.
Ya no se habla de incendios cuando aún olemos el humo, solo de los asuntos que son rentables electoralmente, el fiscal general, la mujer del presidente, los menores migrantes, la supuesta pérdida de la España esencial. ¿Ha marcado usted esta agenda? Yo tampoco. Poseen la indiscutible astucia de dirigir nuestros temas de conversación. El centro de las ciudades no se llena para exigir acceso a la vivienda ni para parar el genocidio, pero crecen el número de los autodenominados españoles genuinos que se plantan delante de un centro de menores para sacarlos a patadas.
Y todo esto en un país en el que se sigue viviendo mejor que en la mayor parte de este mundo convulso. Nos tendría que castigar Dios, diría un creyente. A lo mejor nos castiga y traslada esta furia a la calle. Ya se va sintiendo. ¿No la oyen?
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