De vuelta al paraíso
Hay una desgarradura que marca nuestras vidas, cuenta en su última novela José María Guelbenzu, recientemente fallecido


Un hombre de 70 años regresa a la casona familiar en la que transcurrió su infancia. Ha decidido pasar unos días con su sobrino y con la mujer de este y la niña que han tenido juntos, a los que no conocía hasta ese momento. El joven tiene poco más de 20 años, toca el piano, vive allí encerrado, apartado de cuanto lo rodea, embebido en su música. De pronto es como si el tiempo se clausurara para ese hombre que está punto de jubilarse y hubiera vuelto a un mundo que alguna vez fue el suyo y que activa de pronto en él una memoria que permanecía emboscada. Salió de allí cuando tenía diez años camino de un internado, luego más adelante rompió amarras con los suyos y se fue a Madrid, donde se hizo ingeniero. Construyó su carrera en organismos internacionales. No sabe muy bien qué hace allí, qué diablos significa todo aquello.
“Todos los hechos que marcan una vida proceden de una violenta turbación”, apunta José María Guelbenzu en Una gota de afecto (Siruela), su última novela. El escritor murió el 18 de julio. En las páginas de este periódico fue el crítico que se ocupó durante años de diseccionar la narrativa que se publica fuera de nuestras fronteras, y también se convirtió en el gran maestro que nos ofreció las herramientas para disfrutar con los clásicos.
En Una gota de afecto, Guelbenzu abandonó el género policiaco que estuvo cultivando durante una larga temporada y ensayó de nuevo con esa literatura que se elabora a la intemperie, como ya había hecho en otras novelas. No hay nada más que la voz de un narrador que escarba en el pasado y que hace cuentas. Los paisajes de Cantabria, los lazos de una familia de la que ya solo quedan los que coinciden esos días en la vieja casa familiar, los fantasmas, las conversaciones con un antiguo amigo, el ruido que provoca la realidad en alguien a quien esa misma realidad está ya empujando al margen, el retiro forzoso que se anuncia inminente, las exigencias del deseo, y también el desamparo.
Guelbenzu pone el foco en esa desgarradura que se produce en algún momento y que termina por marcar los derroteros de una vida; hay algo que te empuja afuera del paraíso y te mete en “el mundo entero y desconocido”, y es ahí donde vas convirtiéndote en lo que eres. El hombre de 70 años se encuentra ahora fuera de sitio, ya no pisa con firmeza, se enfada con las cosas que observa y que no le gustan y que, sobre todo, empieza a no entender.
En Una gota de afecto se encuentran en la burbuja que representa una pequeña localidad del norte de España un tipo que creció cuando aún vivía el dictador con unos jóvenes que nacieron ya en democracia, cuando el franquismo estaba muerto, y la novela es también una lúcida radiografía, medio velada y distante, de lo que ocurre con unas generaciones que habitan ya mundos distintos. Nada de nostalgias, nada de embellecer con falsos oropeles el pasado de cada cual. Lo que hace Guelbenzu, utilizando sus mejores recursos y en estado de gracia, es iluminar ese rincón oscuro donde habita cuanto se perdió de manera irremediable cuando fuimos expulsados de la infancia. Antes de marcharse, quiso explorar con pulso firme y con valentía ese territorio inhóspito y nos da el hilo del que tirar para procurar esa reconciliación con lo que somos y que, en verdad, acaso sea imposible. “Había edificado su vida sobre arena”, dice Guelbenzu del hombre de 70 años, “y sin más apoyos ni referencias que su itinerancia por el mundo”. Quizá no haya mucho más: arena y vagabundeo.
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