Elijan a un gorila
Si no podemos regresar a la selva, dejemos al menos que la selva regrese a nosotros


Coinciden los primatólogos en que los gorilas son animales pacíficos, organizados en grupos donde la jefatura se gana más por la habilidad política de cohesionar al conjunto que por la mera fuerza bruta. De ahí que a veces me dé por imaginar qué ocurriría si la Casa Blanca, en vez de por Trump, estuviera ocupada por unos de esos grandes simios de espalda plateada frente a cuya mole uno se detiene, en el zoo, asombrado por el contraste entre su tamaño y la delicadeza zen con la que manipula un plátano: he ahí una lección de poder contenido. Me viene a la memoria, por cierto, el caso de Binti Jua, una gorila del zoo de Brookfield (Illinois) que, en 1996, al caer un niño de tres años dentro de su recinto, lo tomó con cuidado en brazos y lo protegió de los demás animales hasta que llegaron los cuidadores. O el de Koko, la gorila que aprendió centenares de signos de lenguaje gestual con los que solicitaba compañía, acariciaba a sus gatitos y lloró cuando murió uno de ellos. Su manera de tocar a los humanos, con un índice extendido, rozando apenas la piel, parecía una forma de ternura difícil de reducir a puro instinto.
Produce un vértigo extraño esta nostalgia antievolutiva. No hablamos ya de regresar a la infancia ni a la juventud, sino a un estadio anterior a los misiles de largo alcance con los que se asesina tranquilamente desde un despacho con moqueta, entre bocado y bocado de una hamburguesa doble de vacuno con queso y cebolla. La brutalidad física y moral en la que vivimos resulta más insoportable que la ferocidad de la selva. Allí, la fuerza no se disfraza de doctrina religiosa ni de patriotismo, ni de necesidades del mercado. Pero si no podemos regresar a la selva, dejemos al menos que la selva regrese a nosotros. Queridos congéneres estadounidenses, en las próximas elecciones, en vez de a Trump, voten a un gorila —el más fuerte si así les place— de alguno de sus zoos o reservas naturales. Gracias.
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