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tribuna
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La Agencia Estatal de Salud Pública servirá para reforzar la democracia

El nuevo organismo de coordinación sanitaria puede ayudar a superar los déficits detectados en la pandemia y generar más confianza de la ciudadanía en el Estado

Varios ciudadanos esperan su turno para la vacunación en el polideportivo de la Universidad Pública de Navarra, en Pamplona en mayo de 2021.

Lejos de ser un mero acontecimiento técnico, la aprobación de la ley de creación de la Agencia Estatal de Salud Pública (AESAP) podría ser, ahora y en los próximos meses, una decisión parlamentaria ejemplar sobre cómo es factible superar los efectos destructores de las políticas ultraderechistas: fraguando amplios consensos democráticos a favor de instituciones estatales sistémicas que funcionen mejor y, por ende, protejan con mayor eficiencia nuestra salud y ambiente, la convivencia y la economía real.

Casi nadie ha olvidado lo que ocurrió cuando durante la pandemia por la covid-19 fallaron diversas instituciones, a pesar de tantas actuaciones heroicas y de las fortalezas del sistema público de salud: los retos a los que la AESAP deberá dar respuesta son ingentes. Entre los menos reconocidos está el impacto negativo en la gobernanza de la epidemia de distintas formas de nacionalpopulismo. No olvidemos la deslealtad, la descoordinación y la precariedad institucional, que en parte sigue, pues de momento no ha habido cambios de calado en la arquitectura institucional estatal. La nueva agencia puede ser uno de ellos, por fin. Contando con otros cambios en las comunidades autónomas más dinámicas y en Europa.

Una parte considerable de electores reconocemos bien las consecuencias de aquello: enfermedad y muerte, inestabilidad social y ruina, malestar, desafección democrática... Efectos que engordan la agresiva demagogia trumpista, desreguladora, privatizadora de riesgos; también en España. Recordemos que en las primeras semanas de su nuevo mandato, Trump y sus servidores incluso han eliminado informaciones científicas de algunas webs de sus propias agencias de salud pública, entre otras medidas contrarias a la ciencia y al sentido común.

Hoy podemos esperar, en principio, que el acuerdo entre una variedad tan amplia de fuerzas políticas como las que apoyan la creación de la Agencia permita superar parte de aquellos déficits en la gobernanza pandémica, para ofrecer a la ciudadanía hechos que nos hagan sentir algo más de confianza en que el Estado democrático defiende con mayor eficacia el bienestar y la equidad.

Instituciones como la AESAP pueden ser, pues, una excelente respuesta a la incivilidad y a las agresiones bélicas, comerciales o culturales de la extrema derecha. La razón de esta tesis —basada, naturalmente, en una antigua aritmética democrática— es que cuando esas instituciones funcionan como exigen las aceleradas e interdependientes sociedades del siglo XXI contribuyen decisivamente a mantener y ampliar el apoyo electoral de los ciudadanos más sensibles a sus efectos. Eso basta. (Para formar gobiernos no extremistas).

Supongamos que el consenso parlamentario a favor de la AESAP se debe en parte a que los correspondientes políticos han percibido que hoy más ciudadanos reconocemos, primero, las ventajas de controlar más pronto y mejor ciertas epidemias, evidentes o latentes (por virus, contaminantes, tantos otros agentes). También reconocemos la necesidad de mitigar los efectos sobre la salud de la pobreza y las desigualdades, las migraciones y la precariedad laboral, la destrucción climática, la desregulación tecnológica o la industrialización de la producción animal. Los políticos más responsables perciben que un número influyente de votantes también queremos mejorar la calidad de la gobernanza, con mejores sistemas de información, datos válidos y relevantes, análisis competentes, deliberación, decisiones, evaluación. Que invertir en salud pública sale a cuenta.

Ha crecido modesta pero decisivamente el número de personas que intuitivamente aprecian los déficits y las mejoras en las interacciones entre economía, educación, medio ambiente y medicina; ciudadanos que deseamos encauzar mejor esa interdependencia sistémica, a pesar de que —y puesto que— ocurre a escalas históricamente insólitas y gigantescas. Fenómenos ante los que demasiadas estructuras de Estado están obsoletas. Seguro que debemos y podemos aumentar la conciencia que amplias minorías de ciudadanos tenemos, a menudo intuitivamente, de los efectos beneficiosos y destructores, respectivamente, de la fortaleza y la debilidad de las instituciones; entre ellas las de salud pública, ejemplo de otras en los campos de las políticas sociales, ambientales y económicas.

Por tanto, para superar las dañinas limitaciones que actualmente tienen nuestros sistemas de protección social y de salud, las Cortes deben dotar a la agencia de un nivel científico-técnico y económico acorde con los retos. Y para ello es menester que las fuerzas parlamentarias sigan notando que el apoyo de una parte relevante de su electorado depende de que el Estado logre más efectos tangibles. Es algo bueno en sí mismo y es estratégico contra los ultras.

No es fácil. Sin embargo, en 2020-2023 muchos españoles sintieron como jamás antes que las epidemias —y otros problemas con causas, consecuencias y soluciones sociales— no son el simple resultado de sumar el problema que con un virus u otro agente tiene cada una de las 17 comunidades autónomas. ¡Los efectos de la pandemia fueron más que esa suma! La pandemia tuvo una dimensión supraautonómica, estatal. Como también europea y global, claro. ¡La pandemia mostró claramente que ninguna comunidad (o país) puede defender sola el bienestar de su gente! Potente idea elemental. Que es irresponsable y desastroso que algunos dirigentes de una comunidad vayan defendiendo solo lo suyo, cuando para ello la comunidad necesita cooperar técnicamente y lealmente con las demás. ¿Quién no recuerda cómo lo que ocurría en algunos lugares de la Península afectaba a Baleares o a Canarias o a las comunidades limítrofes?

No es fácil. Porque, además, la obligación de todas las comunidades es defender a la totalidad de la población y de la economía del Estado. Aunque algunos todavía lo nieguen, hoy la realidad es más diáfana para más gente: todas las comunidades deben asumir las responsabilidades que en muchos temas (sanitarios, ambientales, sociales) tienen más allá de sus fronteras. Los efectos de la interdependencia son cotidianos. Y aunque algunos lo escondan, a ninguna comunidad le va mejor con una gobernanza estatal (o europea) débil. Experiencias y razones para desarrollar políticas con impactos reales. Y ante la nueva geopolítica planetaria.

Más ideas elementales, las cuales creemos que explican parte del actual acuerdo parlamentario para crear la Agencia. La cogobernanza pragmática y leal, con fundamento científico, es mejor para cada comunidad y para todos. Una AESAP sin autonomía y recursos técnicos no sería una pobreza “de Madrid” o “del Gobierno central”, sería una oportunidad perdida para reforzar aparatos de estado imprescindibles para desplegar políticas eficientes y solidarias en todos los niveles, y no solo en el nivel supraautonómico. Por tanto, la nueva “agencia de agencias” no solo no invadirá competencias sino que mejorará las capacidades locales y las redes sistémicas (sus recursos, datos, análisis, decisiones, evaluaciones). Redes en las que desde hace décadas ya trabajan de forma informal muchas comunidades; a menudo de formas políticamente invisibles, pero con resultados.

Sí, es conceptualmente sencillo: las instituciones estatales como la futura Agencia son para todos y de todos, no “de Madrid”, no del “gobierno central”. La AESAP puede atender mejor a la interdependencia interautonómica y a la realidad supraautonómica (estatal, federal), influir mejor en el “más que la suma”. Podrá mejorar la cooperación vertical (entre las comunidades y el Gobierno central) y la horizontal (entre comunidades) para gestionar mejor las dinámicas epidemiológicas y socioeconómicas inter y supraautonómicas.

Cierto: no es poco pedirle a la política y al derecho que actualicen sus marcos mentales e ideológicos para lograr mejores efectos sociales ante los complejos problemas del siglo XXI. Mas ello no minusvalora los desafíos políticos y jurídicos, al contrario. Esos retos son obvios y patentes ante la necesidad de poner al día el deplorable funcionamiento que ha tenido el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud: predominio de banderas y gesticulaciones, sin apenas utilizar datos válidos y actualizados, sin análisis con fundamento científico y técnico, carente a su vez de deliberaciones racionales, decisiones claras y vinculantes, seguimiento de su ejecución y evaluación de sus efectos. ¿No es factible obtener el apoyo para ello de un número algo mayor de ciudadanos? Claro que lo es.

Las instituciones de la salud pública son importantes por los efectos que logran: salud, equidad, estabilidad, seguridad, civismo. También son un ejemplo de un tipo de instituciones sistémicas y sociales esenciales para aumentar la robustez y la plasticidad de nuestras democracias. Son componentes fundamentales del Estado del Bienestar y, en países como España, pilares de la convivencia y la economía. Por tanto, la visión estatal supraautonómica no centralista es vital para potenciar otras políticas sociales y ambientales que ahora son demasiado ineficientes. Debemos seguir fortaleciendo las bases políticas, jurídicas y científico-técnicas (económicas, epidemiológicas, tecnológicas) de las instituciones para promover una cooperación supraautonómica más eficiente, leal y solidaria; en salud pública, en muchas otras políticas sociales y en muchos otros ámbitos de la Política, con mayúscula.

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