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TRIBUNA
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El irracional sistema para ser juez

La preparación inicial para ingresar en la judicatura y en la Fiscalía presenta en España serias deficiencias de base

Ilustración de Enrique Flores para la tribuna 'El irracional sistema para ser juez', 20 de marzo de 2025.

Si para entender en qué consiste la jurisdicción bastase saberse los preceptos legales que la rigen —escribe Glauco Giostra parafraseando a G. B. Shaw— “ser estúpidos no sería necesario, pero ayudaría mucho”. Con tal punzante observación, el jurista italiano hace crítica referencia a una actitud de método con un antecedente autorizado en el Bonaparte del “mon Code est perdu”. Una exclamación pronunciada al saber que su famosísimo texto legal sería interpretado. Pero el dicho del emperador no era una ocurrencia: condensaba sentenciosamente un modo de entender el derecho —el propio del primer positivismo— como una suerte de ideal normativo autosuficiente, dotado de inequívoca plenitud de sentido ya solo en la expresión literal y, por ello, susceptible de una aplicación mecánica o casi.

Pues bien, aunque cueste creerlo, este es el retroparadigma que, desde hace más de un siglo, rige, invariable, en España el régimen de acceso al ejercicio de las funciones judiciales: el conocido sistema de oposiciones, que se resuelve en el veloz recitado de temas memorizados ante una comisión examinadora que lo sigue reloj en mano e incluso con los textos legales abiertos para verificar la literalidad de la exposición: valor por excelencia a efectos de puntuación.

La oposición se prepara durante unos cuatro años y pico de media, en riguroso aislamiento (“en casa sin salir más que a misa los domingos y demás fiestas de guardar”, se lee en las memorias del magistrado Ríos Sarmiento). Un régimen interrumpido un par de veces por semana para cantar los temas a un preparador. Y el aprendizaje consiste en asimilar mecánicamente algunos cientos de estos, elaborados con ese fin en las llamadas “contestaciones”, por el procedimiento de desnudar a las instituciones jurídicas de toda referencia histórica o doctrinal —cultural, para entendernos— reduciéndolas a una suerte de nociones-píldora drásticamente desproblematizadas. Algo que da sentido a un expresivo consejo de preparador al alumno que empieza: “Ahora a estudiar, que de pensar ya tendrás tiempo”.

A lo largo de este periodo, a más de una cierta disciplina de trabajo, solo se cultiva la memoria. Tanto es así que en el prólogo de un clásico texto usado por miles de aspirantes a jueces podía leerse: “La oposición es (…) la ejecución en el acto del examen de los ‘discos’ previamente impresionados en el cerebro del opositor con arreglo al programa”. Todo cuando para Montaigne, ya en el siglo XVI, “saber de memoria” era “no saber”. Una técnica denostada por él porque dejaba “totalmente hueco el juicio” y que, es curioso, rige entre nosotros, precisamente, en la supuesta formación de futuros profesionales del oficio de juzgar.

Esta es una función pública que impone decidir con imparcialidad sobre casos problemáticos, hoy en una sociedad plural en el orden de los valores y muy conflictiva, aplicando un ordenamiento multinivel a situaciones no siempre bien reguladas por el legislador. Y, en este marco, la tarea del juez consiste en caracterizar adecuadamente el supuesto de hecho sometido a su consideración, para luego aplicar las disposiciones atinentes al caso atribuyendo a sus términos el significado más correcto. Un cometido que demanda de sus protagonistas cierta tensión moral y, además de dominio del orden jurídico, destreza técnica para obtener buen conocimiento empírico. Esto exige rigor en el tratamiento del material probatorio, mediante el control del propio proceso cognoscitivo, para que solo accedan a la decisión datos bien adquiridos cuya valoración pueda justificarse expresamente. Es el modo de hacer que lo decidible coincida siempre y solo con lo motivable, y que queden fuera de aquella esas peligrosas certezas subjetivas más propias de la adivinación que del enjuiciar racional.

Pero, inevitablemente, la irracionalidad del régimen de selección irradia y se hace patente en el plano de la formación resultante. Ya lo pone de manifiesto el propio diseño del programa, del que está por completo ausente la epistemología del juicio de hecho, asunto central de la experiencia jurisdiccional, de cuya relevancia informa el dato de que la obra capital de Michele Taruffo, La prueba de los hechos, excede de 500 páginas y no habla de derecho. Y también lo acredita el sorprendente descuido de un deber constitucional, la motivación de las decisiones, a la que solo se dedica una quinta parte de tema en el caso de la sentencia civil y una octava en el de la penal; y el prácticamente nulo espacio dedicado a la interpretación de la ley.

Lo que acaba de aludirse expresa una deficiencia de diseño, que refleja algo mucho más profundo: una opción relativa al modelo (mejor antimodelo) de juez que objetivamente se busca: aquí, el decimonónico decisor “en conciencia íntima”, para el que resolver en cuestión de hechos no es operar metódicamente con hipótesis, sino decidir por una suerte de pálpito, como tal injustificable. Así se explica que, en la obra de “contestaciones” seguramente utilizada en su preparación por la mayoría de jueces y fiscales actualmente en ejercicio, se postule como función de la prueba: “Formar la convicción psicológica del juez”. Obsérvese, no el convencimiento imprescindible con un porqué racional y explicitable, sino una suerte de sensación que, lo propio de los fenómenos psíquicos, se experimenta de forma subliminal y, naturalmente, intransferible. Algo semejante ha escrito Cordero, a lo que sucede en la experiencia religiosa de los misterios, cuando “sobreviene un instante pánico en el que la razón queda en suspenso”.

De lo expuesto se sigue que la preparación inicial de los jueces (y de los fiscales) presenta serias deficiencias de base. Cierto que al ingreso sigue un curso en la Escuela Judicial. Pero ocurre que, según el Plan de Formación del curso 2022-2023, en ella, “el estudio” se hace “desde una perspectiva eminentemente práctica”, porque “el juez/a (sic) en prácticas” ya tiene los conocimientos precisos “desde una perspectiva eminentemente teórica”, en virtud de la oposición. De modo que el bagaje para un ejercicio profesional tan delicado es el que acaba de apuntarse, salvo aquellos casos (por fortuna, bastantes) en los que la autoevidencia del déficit formativo lleve a la voluntaria realización de un personal esfuerzo para compensarlo. Algo ciertamente no fácil, dada la carga de trabajo.

El problema es serio y repercute en la calidad de la justicia que se imparte, así en resoluciones preocupantes como las de la Sala Segunda contra el fiscal general, de un llamativo vacío de justificación; en las inclasificables providencias-ucase del juez Juan Carlos Peinado; en ciertas actuaciones del juez Joaquín Aguirre. También —en muy otro plano— en una pobre sensibilidad a los valores constitucionales de la jurisdicción, como la expresada por los jueces Carlos Valle (pintoresco interlocutor del humorista Quequé) y Manuel Ruiz de Lara (el del imaginativo “Barbigoña” y el patético narcisismo agresivo). O en aquellas pintorescas concentraciones “con togas y a lo loco” (escribe bien Julio Picatoste), ante las sedes judiciales, de la misma impregnación político-partidista que la mayoritaria aquiescente pasividad con el secuestro golpista del Consejo General del Poder Judicial, exhibida durante un quinquenio.

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