¿Elegimos bien a los jueces?
No sería mala idea adoptar un sistema parecido al MIR de los médicos para acceder a la carrera judicial
Si usted va paseando por la calle y le llega desde una ventana el murmullo monótono e incesante de quien memoriza un texto, seguramente bordea una madrasa, o una escuela judía en clase de Torá, o la casa de un juez español escuchando el canto del opositor al que prepara. “Cantar” es recitar atropelladamente y sin fallo alguno el texto de las leyes; “opositar” es estar en torno a cinco años realizando tal labor para luego someterla competitivamente al examen de un tribunal; “preparar” es garantizar la disciplina de la candidata o candidato y ayudarla a superar los inevitables momentos de depresión que comportan la incertidumbre y el sinsentido último de su esfuerzo.
Ese sinsentido proviene de la preparación de un velocista como si de un lanzador de peso se tratara. Los jueces tienen la delicada misión de dar soluciones justas a los conflictos sociales. Para ello disponen de un sistema de reglas que gobiernan imperativamente su tarea pero que son siempre interpretables, imprecisas en mayor o menor medida. Para desentrañarlas se habrán de servir, no de su concepción personal de lo que está bien o mal, sino de los valores que se extraen de la Constitución y que informan el ordenamiento jurídico. Esto va a ser siempre importante y casi nunca fácil: si las agresivas protestas por la sentencia del procés fueron terrorismo, si procede una pensión compensatoria tras un divorcio, si el despido debe ser declarado nulo porque en realidad responde a la actividad sindical del trabajador, si el impuesto de las hipotecas lo debe pagar el banco o el cliente.
Nos jugamos mucho en la resolución pacífica de nuestros conflictos y por ello deberíamos empeñarnos no solo en hacer leyes buenas y precisas sino en que sean idóneas las personas que las aplican. Para ello deberíamos tratar de atraer al proceso de selección a nuestros mejores estudiantes con la oferta de un trabajo estable y bien remunerado, elegir de entre los interesados a los más competentes y formarlos pacientemente para la singular misión que habrán de desempeñar. En este trípode que sostiene la judicatura (atracción, selección, formación) flojea sobremanera la segunda de las patas. Necesitamos, sí, jóvenes con buenos conocimientos generales de un ordenamiento jurídico que, por lo demás, sabemos que es inabarcable y cuya aplicación judicial exigirá la especialización propia de cada sector del Derecho. Pero necesitamos sobre todo jóvenes sensatos, con fino oído social y empatía con los valores que emanan de la Constitución. Y que a partir de todo ello (leyes aplicables, sensibilidad social, justicia) aporten soluciones compartibles y sepan exponerlas con claridad.
Para buscar estas competencias, que habrán de ser luego desarrolladas en una extensa fase formativa, mala cosa es lo que hacemos ahora, que es poner el foco en los conocimientos jurídicos y hacerlo sobre todo con la exposición oral, fiel y sin titubeo de la letra de las leyes, como si nos acechara un nuevo Farenheit 451 que fuera a eliminar del mundo las bases de datos. Sobre el sentido y la aplicación práctica de aquellas nunca serán preguntados los candidatos ni requeridos a que hagan lo que harán en su vida laboral, que no es hablar, sino escribir. El problema no es solo de lo que no se examina (ese tipo de argumentación práctica por escrito que llamamos sentencia) sino de lo que se examina demasiado. Tan demasiado que premia a los buenos memorizadores frente a los buenos razonadores, que extiende la fase de oposición a una media de casi cinco años frente a los menos de dos años de formación teórica y práctica de los exhaustos afortunados, que genera un marcado sesgo clasista en el acceso al cuerpo de jueces (tras cursar los cuatro años del grado en derecho, ¿pueden todos los vocacionados permitirse la apuesta de cinco años adicionales sin ingresos y con los costes no becables de un preparador?). Tan demasiado que deja un reguero de buenos juristas desazonados, sin oficio ni beneficio tras años de dura preparación, los que no superan la prueba. Para los que sí, no parece que la retención de tanto detalle de la ley haya sido lo mejor para la noble tarea de juzgar. Recuerden que el borgiano Funes, el memorioso, “no era muy capaz de pensar”, porque “pensar es olvidar diferencias, generalizar, abstraer”.
Hasta aquí la prédica. El trigo de la propuesta alternativa tendría que trocar radicalmente los tiempos de selección y formación. Hemos saltado mucho hasta ahora, pero necesitamos a Fosbury para elevar el listón. La selección se debería conformar con la detección del talento y no debería comportar una preparación de más de un año dirigida a una prueba capaz de evaluar los conocimientos básicos de los candidatos, su sensibilidad constitucional y su capacidad argumentativa y expositiva aplicada a casos prácticos. En esencia, el sistema está ya inventado y podría incluso valer como prueba común para el acceso a distintos cuerpos jurídicos. Sin ir más lejos, en España gozamos de una experiencia selectiva y formativa de éxito para otra abarcativa disciplina aplicada, la medicina. Se llama MIR.
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