Mayo del 68-mayo del 24
¿No habíamos quedado en que el ‘wokismo’ atentaba contra la libertad de expresión? Entonces, ¿por qué negársela ahora a los estudiantes estadounidenses?
Apenas hay algún asunto político sobre el que exista un consenso mínimo entre los dos grandes partidos estadounidenses. La gran excepción es la defensa de Israel. El crédito extraordinario de 26.400 millones de dólares para aprovisionarles de nuevas armas fue aprobado sin mayor problema en la Cámara de Representantes, mientras que ya sabemos lo que costó conseguir el correspondiente a Ucrania. Y, sin embargo, pocos dudan de que quien más tiene que perder de las actuales revueltas estudiantiles de cara a las próximas presidenciales es Joe Biden. En parte, porque empieza a establecerse una conexión entre estas protestas y las que inflamaron los campus estadounidenses en el 68. El resultado en las elecciones presidenciales que tuvieron lugar después de estas algaradas permitió que Nixon fuera elegido por un estrecho margen frente a Humphrey, pero el candidato racista de extrema derecha, George Wallace, obtuvo casi un 14 % del voto. Para muchos, este sorpresivo giro hacia la derecha después de la anterior hegemonía demócrata significó un considerable realineamiento de la política norteamericana y fue una clara reacción frente a los disturbios juveniles en la calle.
Las nuevas protestas estudiantiles no tienen nada que ver con las de hace 56 años. Entonces la mecha que prendió todo fue la guerra de Vietnam y todavía gozaban de cierto predicamento las ideologías tradicionales; hoy, los jóvenes se mueven más por un sentimiento de injusticia ante lo que perciben como una escabechina sobre la población civil de Gaza cuando no como un genocidio. En todo caso, participan del impulso woke por enmendar injusticias pasadas ―el colonialismo― y se sustentan sobre una visión identitaria de la política. No hay fotos del Che Guevara, sino carteles tales como Lesbians for Palestine; aparte de portar la kufiya o exhibir banderas palestinas, claro. Es una coalición multicolor. Pero eso le viene como anillo al dedo al Partido Republicano, que por un lado puede envolverse bajo el clásico lema de “ley y orden” y, por otro, reavivar sus críticas a la doctrina woke. Que entren en una contradicción flagrante con lo que siempre habían imputado a esta última causa, su justificación de la cancelación, no parece importarles. Ahora a lo que incentivan es a cancelar a los canceladores. Y de modo violento si es preciso.
Algunos congresistas republicanos que asoman rodeados de cámaras por los campus más díscolos lo dicen sin ambages. No hacía falta. Como se vio en Columbia, fueron las propias autoridades de las universidades las que ya se encargaron de ello, incluso allí donde los sit-ins o acampadas eran totalmente pacíficas. ¿No habíamos quedado en que el wokismo atentaba contra la libertad de expresión? Entonces, ¿por qué negársela ahora a ellos? Pues por una razón bien simple. Las universidades en Estados Unidos son un negocio, y si los donantes ponen pegas, pues peor para la libertad de expresión. Money rules. Esta reacción de las autoridades ha sido vista también con indisimulada alegría por parte del conservadurismo: esto os pasa por haber estado alimentando al monstruo woke durante años y años. Ahí tenéis las consecuencias.
Sea como fuere, todo esto son malas noticias para Biden, quien a pesar de sus advertencias a Netanyahu se ve obligado a mantener una política de Estado ya asentada favorable a Israel. Pero en el camino es muy probable que pierda apoyos por la izquierda y el de la minoría árabe, decisivo en algunos swing states. A Trump, por su parte, no hay Stormy Daniels o desfachatez que lo pare. Y estas revueltas estudiantiles no han hecho más que empezar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.