El misterio de los cinco días
Decía Hitchcock, y de esto lo sabía todo, que cuando en una historia el misterio planteado es excesivamente poderoso cualquier desenlace nos parecerá insuficiente
Cada cierto tiempo me sumerjo en Wakefield, ese cuento de Nathaniel Hawthorne que en pocas páginas te enfrenta a un misterio que se hace más hondo conforme cumples años. Wakefield es un hombre corriente, pero al que le gusta cautivar un halo misterioso que le hace sentirse interesante. Un día Wakefield le dice a su mujer que se marcha al campo y que no se preocupe si tarda más de tres días en volver. En realidad, nuestro hombre se ha alquilado un apartamento frente a su hogar para saborear los efectos de su desaparición. Su mujer, visitada en los primeros meses por médicos que alivian su desesperación, acepta al fin que el marido no ha de volver de ese extraño más allá que lo engulló y reaparece en sociedad encarnando una dignísima viudedad. Wakefield, el desaparecido, sale de vez en cuando a la calle y mezclándose entre la multitud observa este proceso de olvido que borra su figura hasta hacerla inexistente incluso en la memoria de los suyos. Una noche de invierno se detiene ante la ventana iluminada de su casa. Llueve, el hombre tiene frío, se imagina frente al fuego, cobijado por el calor del hogar y entonces decide entrar: sube los escalones con los torpes andares de viejo y se dispone a hacer como que nada hubiera ocurrido. Y así acaba este cuento prodigioso que deja al lector rumiando con qué gestos y palabras el marido justificará esa ausencia de años. Nuestro Wakefield particular, el presidente, cumplió su palabra y a los cinco días estuvo de vuelta, pero en la vida hay que tener cuidado con que el género elegido para el relato que contamos no se nos vaya de las manos. En un primer momento el cuento del presidente era de misterio: cabía imaginar al hombre abatido paseando por los salones de ese palacio desangelado que es la Moncloa, o al hombre en terapia de grupo, siendo el grupo su familia, o al hombre observando al gentío que se dirigía a él desde la calle, destacando entre la multitud los puños de la vicepresidenta, muy Ana Magnani, que parecían salirse de la pantalla. A partir de ahí, lo que había comenzado como un relato casi gótico que llamaba a la reflexión se descontroló de tal manera que acabó transformado en melodrama con algunos toques de comedia de enredo como el protagonizado por la socialista Carmen Romero, exesposa del expresidente González, banderita en mano, apoyando al presidente que su ex detesta.
En términos cinematográficos casi todo en España deriva en ese género tan nuestro que es el berlanguiano y así fue. Al tercer día a mí al menos me entró un pánico escénico delegado al no saber cómo podría salir el presidente airoso tras haber provocado semejante confusión. Decía Hitchcock, y de esto lo sabía todo, que cuando en una historia el misterio planteado es excesivamente poderoso cualquier desenlace nos parecerá pedestre o insuficiente. Mientras que en el cuento de Hawthorne crece la tensión narrativa precisamente al dejar en manos del lector el final de la historia, en la realidad el protagonista ha de dar la cara. Quién no ha soñado alguna vez con huir de su vida por un tiempo, quién no ha fantaseado morbosamente con ser echado de menos, con las lágrimas que provocaría nuestra ausencia, con asistir incluso al propio entierro, con leer las necrológicas, con la idea de que nuestra desaparición provocaría un pequeño o gran derrumbe. Nuestro particular Wakefield necesitaba sentir el calor de los suyos porque, ciertamente, los tiempos son ingratos y proclives a un odio que, de alguna manera, nos acaba salpicando a todos, pero los narradores saben que el verdadero peligro de un desafío tan extraordinario es no dejar luego a nadie satisfecho porque nada cambie tras tu aventura. Mientras cabe imaginar que la mujer de Wakefield, una santa, ayudara a su ya anciano marido a entrar en calor tras 20 años de ausencia, los cinco días de Sánchez requieren un mejor final. No cabe aquello de aquí no ha pasado nada.
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