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Tribuna
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El mito del arancel protector

Los impuestos al movimiento de mercancías entre países responden a un modelo desfasado, utópico y lesivo para todos

Contenedores en el puerto de Buenaventura (Colombia).
Contenedores en el puerto de Buenaventura (Colombia).Jair F. Coll (Bloomberg)
Josep Maria Fradera

Los recargos a las entradas (o salidas) de mercancías de un determinado territorio son tan antiguas como el comercio mismo. No creo que sea posible establecer con precisión los orígenes de los aranceles, las aduanas, pero sí razonar su significado en siglos recientes. Podría expresarse del modo siguiente: en los mundos antiguos, considerando la dificultad del poder político aristocrático, nobiliario, monárquico, de república urbana, medir la riqueza en el mundo rural y las capacidades de los mundos campesinos diversos, una de las fórmulas alternativas más seguras de recaudación tributaria fue gravar el tráfico de mercancías entre lugares distintos, a corta o a larga distancia. Establecer una modesta aduana portuaria donde se garantizase el acceso de productos agrarios o manufactureros era el mejor de los de los negocios para el gobernante. En efecto, no exigía una gran y costosa administración funcionarial, a diferencia de lo que sucedía en el caso mencionado. Y segunda ventaja notoria: las normas a cumplir eran de fácil concreción y difusión, así como podían ser alteradas en beneficio de los gobernantes cuando a éstos les conviniese, alegando las razones que fuesen, de iure o de facto. Como el valor de las mercancías más costosas en cualquier época, como telas lujosas, incienso y mirra, metales preciosos, opio, justificaba en ocasiones su transporte a muy larga distancia, las tarifas que se les aplicaban repercutían en su precio final pero no imposibilitaban el recorrido y el pago de aranceles en más de un punto.

Dos ejemplos de manual de historia muestran sin más problemas la naturaleza de asunto: la ciudad de Samarcanda, la próspera ciudad uzbeca en la ruta de las caravanas entre China, Asia Central y el Europa, cuyo esplendor no se basó tanto en su hinterland agrario —que por supuesto existía y garantizó durante siglos su seguridad y continuidad— como en la suerte de disponer de una administración tributaria hábil y flexible basada en aranceles que se mantuvo durante siete siglos. Los servicios de intermediación y soborno se pagaban como se pagan ahora, pero pueden ser imaginados quizás en un mundo más atractivo físicamente. Segundo ejemplo, la plata peruana, la del Cerro Rico, que llegaba a Sevilla y más tarde Cádiz, una larguísima ruta que terminaba en Amberes, en Flandes, o en Génova, lugares donde la Monarquía católica gastó una fortuna enorme para sostener (gracias al crédito que le otorgaban bancas privadas) la guerra contra antiguos súbditos que decidieron cambiar la obediencia a Roma y al Rey Católico por una idea distinta de libre albedrío y poder adquirir mercancías que la modesta economía castellana o la flota pesquera vasca no era capaz de proporcionarles. Los derechos sobre la plata eran bajos en los siglos XVI y XVII (el quinto real y el señoriaje a las Cajas Reales) con el propósito evidente de dinamizar su circulación y disminuir el contrabando, otra cosa eran los derechos sobre las mercancías de procedencia norte europea o asiática importadas en España y proporcional circulación hacia el Nuevo Mundo, todo un esquema clave para el sostenimiento de la hacienda real y el Imperio.

No hace falta ir tan lejos ni en el tiempo ni en el espacio. Fijémonos en la construcción de la España del siglo XIX. El año 1986 el profesor Ernest Lluch publicó La gira triomfal de Cobden per Espanya, en la revista Recerques, parte de un trabajo nunca interrumpido sobre librecambismo y proteccionismo en la España del ochocientos, que no pudo terminar. Una campaña del gran apóstol del librecambismo, Richard Cobden, favorable a las exportaciones textiles británicas fue financiada desde Cádiz para hundir las exportaciones algodoneras catalanas que se orientaban hacia el mercado español, sus competidoras. ¿Sorprendente? En absoluto. Todas las partes implicadas habían jugado a la guerra comercial en las décadas anteriores. Solo hace falta recordar los célebres artículos de Karl Marx en la prensa neoyorkina sobre la destrucción deliberada y sin tregua de la industria algodonera en la India colonial de entonces. No era el alemán un gran defensor de la causa del telar manual, por supuesto, pero sí estaba del todo seguro de la agresividad del lobby industrial de las Middlands anglo-escocesas. Los célebres y nada secretos banquetes de Richard Cobden en Madrid, Sevilla y Málaga el verano de 1846 fueron ampliamente publicitados por la prensa de la época. ¿En beneficio del consumidor peninsular? No exactamente. Mejor, en beneficio de los manchesterianos exportadores, la cuna de un liberalismo que se enfrentó al establishment imperial muchas veces, en aquel momento en la cresta de la ola que dominaría el mundo hasta la depresión de fin de fin de siglo. Cobden además gozaba de simpatías por ser políticamente un radical y gozó de paso de la ayuda logística de los escasos patricios protestantes en España, un mundo casi clandestino y de un gran interés. Dónde estaba de verdad el problema, resistencia al margen de los principales perjudicados, los industriales catalanes o malagueños como Heredia y Larios que habían invertido en empresas industriales. El problema no radicaba exactamente en este punto, se situaba allí dónde ayer y hoy suelen acabar estas cosas. Juan Antonio Seoane, librecambista de convicción lo explicó muy bien: sin aduanas no podía existir un estado robusto. Este y no otro será el argumento que justificaría el proteccionismo hacendístico, en la definición del Lluch, del arancel Mon-Santillán de 1849, una pieza clave de la historia económica española del siglo diecinueve.

Cobden regresaría a su país convencido del poco aprecio y conocimiento de los peninsulares por la economía-política. No era este el problema, sino más bien un conjunto de cuestiones que relacionaban contradictoriamente, como piezas de difícil encaje, el retroceso cerealista castellano, el potencial vitivinícola de partes de Andalucía, la riqueza del azúcar con esclavos en Cuba, la industrialización puramente regional e incipiente en el norte y otras partes algo aisladas y un Estado incapaz de superar un atraso que deberíamos atribuir a razones políticas, culturales y religiosas, de un retroceso continuado en el mundo que no cesa hasta la pérdida de las últimas colonias en 1898.

Los aranceles están en el origen del Estado como tal. Los ejemplos aducidos no son sin duda los del presente, pero las guerras arancelarias las pagan tanto los consumidores como también los contribuyentes, al reducir la riqueza imponible y favorecer la opacidad de ciertas transacciones y las enormes ventajas que otros adquieren con su ventajismo. El comercio entre países vecinos de nuestros días se parece mucho a las ramificadas rutas de las caravanas que los europeos sortearon fabricando un mundo marítimo y de ferrocarriles más tarde, un mundo cada vez más integrado, y menos a la aspiración a proteger a consumidores nacionales en un esquema a la vez utópico y lesivo para todos. Cabe suponer que los cantos de sirena de los organizadores de tantas giras neoliberales en estas últimas décadas se convertirán ahora mismo en ensordecedoras denuncias por un cambio de rumbo que no figuraba en los manuales.

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