El mundo que nunca existió
Trump no viene a construir nada nuevo, sino que se apoya en un Estados Unidos que siempre ha estado ahí
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Creamos mitos porque funcionan y, sobre todo, porque la realidad siempre decepciona. Durante mucho tiempo, parte de la identidad nacional de EE UU descansó sobre una narrativa que pivotaba entre lo mesiánico y lo onírico. El gran sueño americano tradujo a palabras seculares la escatología judeocristiana, y la tierra prometida dejó de interpretarse como una Jerusalén celeste para arraigarse en el nuevo país naciente. El destino manifiesto de aquella nación, que ganaba terreno a golpe de metros de ferrocarril, postes eléctricos y casas de armazón de globo, acabó por sustanciarse en el siglo XX con Normandía como el gran hito legitimador. Nos convencieron los cromados de los cadillacs, la voz de Aretha Franklin, la seductora actitud de Kennedy o la abrumadora épica del cementerio de Arlington. Los chicos sonreían en las canchas de vóley de Santa Mónica, y las estudiantes felices balanceaban sus carpetas en los campus de la Ivy League. Hubo un tiempo en el que todos quisimos ser americanos y sucumbimos a su poder blando, gracias a las salas de cine o por culpa de las novelas de Norman Mailer.
Lo peor de todo es que una parte del sueño fue real. Pero así ocurre la mayoría de las veces: las mentiras se ocultan tras una cuota de verdad para hacerse verosímiles. La Pax Americana albergó contradicciones. El heroísmo de los jóvenes que murieron en Omaha para salvar a un continente lejano convivió con la lluvia de fósforo arrojada sobre Dresde o con el lanzamiento de dos bombas atómicas que exterminaron a miles de inocentes en Japón. Estados Unidos ha sido un país incapaz de desterrar de una vez por todas la violencia letal de su Administración, y la pena de muerte o experiencias como Guantánamo siguen demostrando que el gran decorado democrático ocultaba una tramoya oscura y terrible.
Podemos fabular con el festival de Woodstock y con su hedónica —y desnortada— propuesta vital, pero no debemos olvidar que Jimi Hendrix nació en un país que segregó a los negros hasta 1965. El relato original de los padres fundadores es fascinante, pero ni Jefferson fue un héroe inmaculado ni podemos obviar que detrás de tantas masacres en centros escolares se encuentra también la Segunda Enmienda a la Constitución.
El afán de novedades nos obliga a interpretar que los designios de Trump habrán de inaugurar un tiempo diabólicamente nuevo. Pero no seamos ingenuos. Tendemos a confiar en cosas que nunca han existido, y el mundo que se acaba nunca fue tan perfecto como quisimos contarnos.
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