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tribuna
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Ellos aún están ahí

La gran mayoría de los que resisten no tienen un hijo que los recuerde en el futuro, ni un libro ni una película. Simplemente desaparecen en el fragor de la Historia

Lídia Jorge Ellos aún están ahí
Eva Vázquez
Lídia Jorge

“Ya es tiempo de que la piedra se avenga a florecer”. (Paul Celan)

1. A la película de Walter Salles, Aún estoy aquí, no le hacen falta mis palabras, puesto que sobre ella se han escrito ya más de diez mil millones, es a mí a quien me hace falta la película de Walter Salles. Y me hace falta porque pocas veces logra una película transmitirnos una tragedia familiar y política con tanta verdad, y esa fuerza no se desprende únicamente de la fatídica historia que se cuenta, sino de que esa historia se cruza con una plasmación artística que casi roza la perfección. Y de no ser por el cierre titubeante con el que termina, en busca de una apoteosis suplementaria, por más que comprensible dada la magnitud de la realidad biográfica, podría quitársele el casi.

Se trata, en todo caso, de una nimiedad. En su conjunto, guion, reparto y dirección levantan ante nuestros ojos la historia de un bárbaro asesinato cometido durante la dictadura brasileña en los años setenta del siglo pasado. Los vericuetos de tal acto, que penetra hasta los tuétanos en los espectadores tal como se describe, sin que lo veamos representado en escena, plantean una verdad artística capaz de reconstruir la verdad de la Historia. La escena está descrita por los ojos de la actriz Fernanda Torres, quien logra resumir en el brillo de sus lágrimas contenidas, la furia, el silencio y la poderosa mentira que engendra la maquinaria de un régimen totalitario.

2. Como decía, se han escrito ya diez mil millones de palabras sobre la historia de Eunice Paiva, a quien Fernanda Torres interpreta a la perfección. Cómo su marido, el exdiputado Rubens Paiva, fue sacado de su casa para ser interrogado el 20 de enero de 1971, cómo fue brutalmente golpeado hasta la muerte al día siguiente y cómo se intentó ocultar ese hecho durante 25 años; mucho se ha escrito desde que la película empezó a exhibirse en los cines de todo el mundo en los últimos meses. En Brasil, el antropólogo Roberto da Matta, autor de A Casa e a Rua, analizó recientemente en el periódico O Globo cómo funciona esta dicotomía. La forma en la que el exterior político contamina el interior afectivo queda perfectamente reflejada en la arquitectura de la película, al mostrar cómo lo que pretende el sistema totalitario es penetrar en la intimidad de los ciudadanos, aniquilándolos en su núcleo ontológico más duro, destruyéndolos como seres humanos.

La deshumanización es la fórmula que ponen en práctica todas y cada una de las dictaduras. Entrar en una casa, ocuparla, sentarse a la mesa, arrebatar la intimidad, es típico de los invasores durante una guerra, y es típico de la policía política de todos los regímenes. Crear inseguridad, encapuchar, matar a los animales domésticos es una forma de aterrorizar, castigar y aniquilar. En la película de Walter Salles, una de las escenas más icónicas consiste en el atropello del cachorro Pimpão, seguido de su entierro en el patio trasero por Eunice Paiva y sus cinco hijos. Así, magníficamente sintetizado en la narración de la película, mientras la viuda aún cree que su marido sigue vivo, nosotros, los espectadores, ya sabemos que el exdiputado está muerto y enterrado. Pimpão era el nombre del perro de Marcelo, el menor de los cinco hijos, que en esa época todavía era un niño. Yo no sabía que el hombre que es hoy, el autor de Feliz Ano Velho, acabó siendo el biógrafo de su padre y de su madre. De modo que quise hacerme con su libro, Ainda estou aqui, que me iluminó los rincones en sombra a los que obliga el lenguaje elíptico de una película.

3. ¿Qué me dijo la lectura del libro de Marcelo Rubens Paiva, antiguo dueño del perrito Pimpão que fue atropellado por los militares frente a la casa familiar? No me pareció diferente, me pareció más explícito y más profundo. Una película nos sacude con un solo golpe, un libro nos introduce poco a poco en el escenario de la vida y nos va mostrando a lo largo del tiempo cómo los golpes se suceden uno tras otro. Eso es lo que ocurre con el libro Ainda estou aqui.

Después de una proyección de la película en un cine en Portugal, vi a mi lado a alguien reclinado en el respaldo del asiento de delante sin poder levantarse. La dictadura portuguesa duró 48 años y lo que se ve en la película de Walter Salles nos provoca temor. En el libro, sin embargo, el desmenuzamiento de los detalles, la sincronía de los hechos constatados, los distintos testimonios cruzados que terminan de armar el rompecabezas de ese asesinato, que se quiso hacer pasar, cínicamente, como una supuesta fuga del prisionero, aclaran a través de una narración más extensa lo que se presenta de forma abreviada en la película. Uno de los momentos más desmitificadores, y por ello más conmovedores, consiste en el repaso que hace Marcelo Rubens Paiva de los titulares de los periódicos brasileños sobre la desaparición de su padre, como si este hubiera sido secuestrado por sus correligionarios, cuando dos días antes los militares ya lo habían enterrado. Era un niño y le dijeron: “Terroristas liberan a subversivo de un vehículo federal”, “Bandidos asaltan un vehículo y secuestran un prisionero”, “Terroristas rescatan a prisionero en operación de comando”... Una impostura, una falsificación monumental. No solo le quitaron la vida a un hombre, sino que se inventaron a unos terroristas cómplices de una fuga que nunca existió.

4. Cuarenta y cuatro años después, tras haber reunido todas las pruebas posibles, Marcelo pudo escribir en su libro: “Mi padre ingresó en la sede del DOI-CODI, la inteligencia militar, el 20 de enero de 1971, murió la noche del 21 de enero, se lo llevaron en la madrugada del 22, desmembrado, mientras que mi madre y mi hermana eran interrogadas por separado. Testigos internos cuentan que lo enterraron en la ribera de Marambaia, bajo la arena de los 42 kilómetros de playa que pertenece a la Marina de Brasil, una base paradisíaca de 81 kilómetros cuadrados con acceso restringido, hoy Centro de Entrenamiento de Infantería de Marina de la Isla de Marambaia”.

De todos modos, sobre este caso seguirán escribiéndose durante las próximas semanas y meses mucho más de diez mil millones de palabras. Porque hubo una viuda que luchó por la verdad, un hijo que escribió un libro, un director que lo convirtió en película, y al cabo de 53 años, la muerte de ese hombre que según dicen era honesto, corpulento y alegre, se yergue como una mano que se agita para decir que aún sigue ahí y ese gesto reclama justicia. Una historia que se repite a través del tiempo.

Porque la gran mayoría de los que resisten no tienen un hijo que los recuerde en el futuro, ni un libro ni una película. Simplemente desaparecen en el fragor de la Historia. Para ellos deberíamos erigir memoriales en la arena, que conmemoren a los resistentes desconocidos. En nuestros días, muchos de ellos se pudren en cárceles de todo el mundo. Otros caen desde ventanas altas, otros se estrellan misteriosamente en la carretera. A otros se los llevan de noche y no regresan. No son cosas del pasado, siguen sucediendo en vastas zonas del globo terrestre, mientras en el mundo libre hablamos en voz alta y tomamos café.

La primera vez que alguien me habló de esta película no me quedé con el título. Me escribieron un mensaje de WhatsApp desde Río de Janeiro diciendo: “Aquí están boicoteando una película de Walter Salles e insultando a la actriz de la película, la hija de Fernanda Montenegro”. Junto con él venía el folleto promocional de la película, con la palabra Boicot sobre la imagen de la actriz y una retahíla de feos nombres. Pero ahora puede decirse que hay una historia reparadora. No tiene excesiva importancia si la película brasileña gana más o menos premios Oscar. Ya ha ganado el premio mayor, el de la supervivencia, el de abrir los cines uno tras otro, el de las filas de espectadores que entran intrigados y salen conmovidos y sin palabras.

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