De cómo PP y Vox se retratan ante Trump
Resulta difícil criticar a las oligarquías no electas de Europa cuando alabas sin tasa a las de EE UU


La historia del mundo no ha visto nunca una mayor concentración de poder y riqueza, al menos desde que llamamos a nuestros mandatarios presidente y no césar, gran visir o emperador. Ante la ceremonia de investidura de Trump, uno se imagina a Ramsés II apuntando alguna idea y al Rey Sol diciéndose: “Era esto”. Solemos creer que poder y riqueza son lo mismo, y los gobiernos ponen y quitan CEOs tanto como los CEOs reclutan exministros. Pero política y dinero buscan cada uno modelar la realidad, y habitualmente tratan de instrumentalizarse el uno al otro. Uno, de hecho, puede leer el mundo moderno como una historia de choques entre ambas magnitudes, y pasmarse de las sofisticaciones con las que hemos intentado que la política no se sirva del dinero y que las empresas tengan cortapisas a su poder. En Estados Unidos, la lucha contra el monopolio dio forma al país. Es una postura propia del liberalismo: garantizar la competencia. Pero también es propia de los conservadores clásicos como J. D. Vance, quienes, desde tiempos de Chesterton, afirman que da igual si el Leviatán que quiere adueñarse de tu alma es un Estado o una empresa privada. Como intuición es luminosa, aunque seguramente se pervierte si el Twitter progre te irritaba y ahora aplaudes el X de Musk. Si más que tus libertades sagradas, solo te interesaba ganar esa batallita cultural y quitar su Leviatán para poner el tuyo.
Vox va a tener que resolver estas y otras tensiones con la llegada de Trump. Resulta difícil postular que uno representa al pueblo frente a las élites cuando apoya al tipo más poderoso y al más rico de la tierra. Resulta difícil criticar a las oligarquías no electas de Europa cuando alabas sin tasa a las de EE UU. Tampoco es fácil venderse como el paladín de las soberanías cuando, agradaor de un gobernante extranjero, tu mayor voluntad es convertirte en el preferido entre sus títeres. Y cuesta presentarse como el defensor de nuestras fronteras e integridad territorial si dispensas que un país —Rusia en Ucrania— se cepille las de otro. Tanto amor, en fin, a las honradas clases trabajadoras para terminar entregados al tecnocapitalismo criptobro. Tanta devoción por nuestro agro para terminar aplaudiendo los aranceles al aceite. Y tanto jurista opositor para terminar admirados ante un DOGE que ha entrado en Washington con esa misma “ligereza y ferocidad” —va bien citar a Burke— con que otros bajaron de Sierra Maestra.
Quizá no haya que darle tanta trascendencia: es posible que Trump no sepa bien si Santiago Abascal es un triatleta dominicano o el encargado de una sucursal menor de su internacional de poder. Su alfil en Europa no es él: es Meloni. Y llama la atención que la gallardía de Abascal desaparezca cada vez que, ante Trump o Musk, parece el adolescente que le pide un selfie a un famoso: sus fotos cada vez recuerdan más a esas que cuelgan los dueños de los mesones posando con Chendo o David Bisbal el día que pararon a comer. Sí, Abascal ha hablado en el CPAC: para dimensionar, como el alcalde de Knox County.
A estas alturas, Vox tampoco va a caer en pecado de escrúpulo: si transiges con revocar unas elecciones, cómo no vas a comprarle hostigar a los jueces. Pero poco a poco tal vez Vox descubra que Trump no ha ganado sus elecciones para ganárselas a ellos. Que America First significa que a los demás les den, Vox y España incluidos. Que la popularidad de MAGA en Nebraska no significa por necesidad votos en Requena. Y que Trump no es Reagan, ni su conservadurismo es —cito a Ross Douthat— “un populismo conservador (…) guiado por políticos con ideales morales (…) de verdad preocupados por el bien común”.
El silencio se vuelve sospechoso cuando uno practica la baladronada cada día, y un entretenimiento desde la llegada de Trump está en ver cómo cada uno —también en lo que calla— se retrata. A la hinchada, por ejemplo, le frustra que, tras una vida teorizando sobre Hispanidad y mundo anglo, no haya ni un amago de tuit para, qué sé yo, reivindicar incluso que el Golfo de México se llame de Nueva España. Bromas aparte, no es anecdótico que dos pesos morales del partido —Tertsch y Girauta— se hayan desmarcado de la ortodoxia fijada por Abascal sobre Ucrania. Atención fisuras.
Abascal aparte, todo el mundo ha tenido este mes una conversión al comedimiento. En Moncloa sopesan los riesgos de convertirnos en vanguardia antifascista del mundo. En el PP polifónico había quien tenía ganas de marcha, como Ayuso, pero luego vio que Trump no era lo que ella quería que fuera. Aguirre y González Pons también callan, después de —respectivamente— alabar y atacar a Trump. Y he ahí que, para tratar con la derecha exaltada, tal vez el llavín lo tenga la derecha clásica. José María Aznar, con la autoridad de haber comprado la última herejía —la neocon— de la derecha, fija distancias con el personaje. Rajoy, que coincidió con Trump en el Gobierno, mantuvo el respeto debido entre Estados, y Trump le echó un capotazo al recibirlo poco antes del 1 de octubre. Feijóo ha seguido esa misma prudencia de quien sabe que ha habido antes y habrá relación bilateral después de Trump. La derecha clásica europea, postrada por la revisión del legado de Angela Merkel, puede ahora redimirse. Alguien tiene que ser conservador mientras los chiquillos juegan a “la revolución pendiente”.
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