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tribuna
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En Brasil, la lucha contra el autoritarismo aún no está ganada

En el aniversario del asalto a los tres poderes el 8 de enero de 2023, es preciso recordar que el fortalecimiento de la democracia brasileña es una responsabilidad colectiva en un momento de amenazas autoritarias a nivel global y regional

Seguidores del expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro, durante el asalto al Congreso
Seguidores de Jair Bolsonaro asaltan la sede del Tribunal Supremo en Brasilia, el 8 de enero de 2023.TON MOLINA (AFP)

Tras dos décadas de dictadura militar, Brasil logró consolidar desde la década de 1980 una de las democracias más estables de América Latina. Sin embargo, este logro no ha estado exento de desafíos, incluidos dos procesos de impeachment y un prolongado test de estrés institucional durante el mandato de Jair Bolsonaro, cuya administración puso a prueba los pilares de la democracia brasileña como nunca antes.

En sus primeros pasos hacia la normalización democrática, el país enfrentó la tragedia de la muerte de Tancredo Neves, líder de la transición y primer presidente civil. Más adelante, atravesó episodios críticos como los juicios políticos de Fernando Collor de Mello y Dilma Rousseff, ambos conducidos pacíficamente bajo las reglas constitucionales. Estos retos coexistieron con avances significativos, como el Plan Real en los años noventa, que permitió estabilizar la economía y sentar las bases para los logros sociales y económicos durante los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inácio Lula da Silva.

Sin embargo, la década pasada marcó un deterioro en la confianza pública hacia la política, alimentado por escándalos de corrupción. Este clima de indignación propició la elección de Jair Bolsonaro en 2018, quien se presentó como el portavoz de la antipolítica y la insatisfacción social. Su retórica, nostálgica del régimen militar de 1964, y su cuestionable compromiso democrático encendieron alarmas. Lo que siguió fue una prueba extrema para las instituciones brasileñas.

Durante los cuatro años de su gobierno, Bolsonaro y sus aliados utilizaron la libertad de expresión y las redes sociales para promover la desinformación masiva, con ataques dirigidos a la democracia y al sistema de voto electrónico, cuya integridad nunca ha sido cuestionada en tres décadas de elecciones. Esta estrategia culminó en una narrativa golpista que llevó a miles de brasileños a fanatizarse con la idea de un fraude inexistente.

El poder judicial, en particular la Suprema Corte, asumió un rol decisivo en el combate contra la desinformación y la retórica violenta, que pretendían escudarse bajo la libertad de expresión para justificar crímenes contra el orden constitucional. Esto incluyó enfrentar campañas que promovían abiertamente un golpe de Estado con respaldo militar.

El clímax llegó con la elección presidencial de 2022, en la que Bolsonaro fue derrotado por Lula da Silva, y los eventos del 8 de enero de 2023, cuando bolsonaristas invadieron y vandalizaron las sedes del Palacio Presidencial, el Congreso y la Suprema Corte, buscando abrir el camino para un golpe militar. Aunque la insurrección falló, dejó en evidencia las profundas fracturas políticas del país.

Dos años después, nuevas investigaciones policiales destacan un elemento distintivo en el caso brasileño: la participación de militares en la política, algo prohibido por la Constitución de 1988. La reciente acusación contra Bolsonaro y 36 colaboradores, de los cuales 25 son militares activos o retirados, y la detención del general retirado Braga Netto, candidato a vicepresidente en 2022 y figura clave en el Gobierno de Bolsonaro, son hitos en la reafirmación del poder civil y constitucional en Brasil.

Sin embargo, estas son apenas batallas ganadas en una guerra que aún continúa. Las fuerzas democráticas brasileñas enfrentan enemigos que usan la libertad de expresión como un arma para debilitar las instituciones y reinstaurar un régimen autoritario. Bajo consignas falsas y con recurso a la violencia retórica o real, buscan eliminar las libertades públicas y reinstaurar un pasado dictatorial.

La lección de Brasil es clara: la democracia debe mantenerse vigilante, tanto en el mundo virtual como en el real. Frente a quienes usan la libertad como excusa para socavarla, la sociedad y la Constitución deben seguir respondiendo con firmeza: no hay espacio para retrocesos. Brasil ya lo ha demostrado antes, y puede hacerlo de nuevo.

En esta lucha por la defensa de la democracia, el papel de instituciones como el Supremo Tribunal Federal (STF) y el Tribunal Superior Electoral (TSE) ha sido crucial. Yo he sido testigo de primera línea de como ambas instituciones han actuado como guardianas de la Constitución, enfrentando con firmeza los intentos de desinformación masiva y los ataques contra el sistema electoral. Sin embargo, esta tarea no recae únicamente en las instituciones judiciales; requiere de un esfuerzo colectivo en el que la ciudadanía, las organizaciones de la sociedad civil, los medios de comunicación, los empresarios, los partidos políticos e incluso los mismos militares desempeñen un rol protagónico.

En efecto, el fortalecimiento de la democracia brasileña es una responsabilidad colectiva. Enfrentar las amenazas autoritarias, el abuso de la libertad de expresión como escudo para promover discursos de odio, y la instrumentalización de las instituciones militares exige una vigilancia constante. No basta con defender las conquistas democráticas; es necesario profundizarlas, garantizando que los valores de justicia, libertad e igualdad se mantengan como pilares del sistema político.

La defensa de la democracia brasileña no es solo un asunto interno. En un momento de recesión democrática a nivel global y regional, un retroceso en Brasil tendría consecuencias devastadoras, tanto para el país como para América Latina. Brasil, como coloso regional, ejerce una influencia directa sobre la estabilidad política de sus vecinos. La consolidación de su democracia no solo es vital para el bienestar de su población, sino también para inspirar y fortalecer los procesos democráticos en otros países de la región.

Brasil ha demostrado que puede resistir incluso las crisis más severas, pero el combate democrático contra las fuerzas del autoritarismo está lejos de haber terminado. Hoy más que nunca, la democracia brasileña necesita el compromiso de sus ciudadanos y el respaldo de la comunidad internacional. Porque lo que está en juego no es solo el futuro de Brasil, sino el destino democrático de toda América Latina.

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