España psicodélica
Cuando la historia democrática exige Unión Europea, brotan los nacionalismos haciendo muy difícil la unidad

Recuerdo que Rafael Alberti y Pepín Bello, cuando charlaban con una copa sobre la mesa, se ponían de pronto a cantar: “España, país psicodélico, qué gran nación cultural”. Era una canción que habían inventado con García Lorca y Buñuel en la Residencia de Estudiantes. Y es que los españoles hemos estado siempre a vueltas con España. Ortega y Gasset hizo su diagnóstico frente a la sociedad anclada de la Restauración: España es el problema y Europa la solución. Los artistas que compartían la modernización que dio lugar a la Segunda República cantaron la energía cultural respirada en su país psicodélico. Después llegó el desastre de 1936 y los españoles volvimos a ser refundados como la reserva espiritual de Occidente. Y después llegó el abrazo democrático entre Europa y España. De la fascinación por las suecas, pasamos a la libertad nacional.
Pero la historia se enreda hasta el punto de que ahora puede decirse que Europa es el problema de España. O con más exactitud, Europa es un problema porque Francia, Alemania, Italia y las otras naciones son un incordio para ella. Cuando la historia democrática exige Unión Europea, brotan los nacionalismos haciendo muy difícil la unidad. Por ejemplo: para evitar la invitación al militarismo que lanza Trump desde su butacón de emperador, más que elevar las inversiones en armamentos, sería conveniente definir un proyecto único de inversiones en un solo ejército. También sería más eficaz una política ordenada sobre la inteligencia artificial, y no grandes declaraciones nacionalistas sobre la transformación tecnológica. Hay motivos para sentirse orgullosos de una Europa que ha dejado de matarse entre sí. Resulta fácil comprender que son las identidades nacionalistas las que acaban sometiéndonos a las manos ajenas. Y defender los valores democráticos es un reto que merece la pena en el mundo de mandarines y fanáticos que se nos viene encima.
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