La temible ‘broligarquía’
Trump se ha rodeado de un grupo de multimillonarios tecnológicos que le refuerzan en la ideología de la impunidad
En realidad, Donald Trump no ha dejado de ser fiel a lo que en su día expresó como un principio moral: si eres famoso, puedes hacer cualquier cosa, ir por la Quinta Avenida, dispararle a alguien y salir indemne. Quienes sostenían que las sólidas instituciones americanas servirían de contrapeso a su delirio se equivocaron: esas instituciones están hoy en gran parte a su servicio, cuando no esclavas de sus decisiones. El pueblo americano respalda masivamente a un individuo que presumía de agarrar por el coño a las mujeres, que instó a una multitud a asaltar el Congreso y se ha zafado de la justicia, que convenció a una mayoría de que le había sido arrebatada una victoria electoral y que convive con el hecho de haber sido declarado culpable de 34 cargos por los pagos que le hiciera a la actriz Stormy Daniels para callarle la boca. Esto no le resta sino que le suma, así son estos tiempos y así hay que entenderlos, asumir de una vez por todas que un tipo tan ridículo como ridiculizado ha conseguido que de tanto actuar como un elegido de Dios haya acabado pareciéndolo: este es el hombre al que el Todopoderoso salvó la vida de un atentado con el fin de que salvara de la derrota al pueblo americano.
Sería incierto afirmar que es la primera vez que en el protocolo grandilocuente de la toma de posesión de un presidente aparece Dios haciendo un cameo. Dios está, por decirlo en palabras bíblicas, omnipresente, colándose en las bienintencionadas o en las odiosas ideologías americanas, siempre al lado del que gana, por supuesto. Dios en USA no es un cualquiera, ya lo dicen los billetes, In God We Trust, es decir, Dios está activamente a favor del sistema capitalista. Tampoco es nueva la retórica del hombre hecho a sí mismo, aunque en el caso de Trump sea una falacia, ni la creencia ciega de que forman parte de un gran país, del mejor. Ese discurso invade las películas, la música, la literatura, el habla de las personas corrientes, es la creencia que les sostiene, incluso cuando sufren una vida miserable. Lo que ha ocurrido con Trump es que estos mandamientos que habitan el alma de un pueblo y que en algún momento destilaban algún tipo de emoción han perdido cualquier huella de épica o romanticismo para vulgarizarse hasta un extremo que al que no está invitado a la fiesta le dan vergüenza y miedo. Es el síntoma de una decadencia cultural y ética. El solo espectáculo de ver a un pastor negro, Lorenzo Sewell, sumándose al extraño lenguaje corporal que tiene toda esa troupe, tratando de imitar el tono solemne de Martin L. King e incluso repitiendo las palabras ya sagradas de su célebre discurso, Free at Last, Free at Last, es el colmo de la desvergüenza.
Pero el presidente Trump, el firmador compulsivo de decretos, se ha rodeado en esta ocasión de un batallón de brothers —hasta los niños de pecho españoles usan la palabra—, Musk, Bezos, Zuck, Thiel, Andreessen, que le refuerzan en la ideología de la impunidad. Al fin tiene Trump quien le escriba la parte teórica. Había que observar que en la Rotonda del Capitolio todos estos multimillonarios tecnológicos fueron situados delante del equipo del nuevo Gobierno, mostrando así quién goza de más influencia. La ideología de los Broligarcas ha nacido más de un amor por la ciencia ficción que por la realidad. Todos quieren actuar sin límites: en la tierra, en el espacio y en el tiempo. Ya se encargan de financiar startups para retrasar el envejecimiento y con la esperanza de burlar la muerte. Esto ya estaba escrito por Asimov o por Stephenson, pero ellos lo han asumido de manera literal. Como Andreessen escribió: “Creemos en la ambición, en la agresión y la persistencia, en la fortaleza, vamos a muerte, sin descanso”. Son hombres imbuidos por la idea de que solo los varones de alto rango están destinados a dirigir nuestro futuro. Y esto es lo que hay.
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