Trump soy yo
El verdadero cambio está en nuestra mente. Nuestra forma de procesar el mundo ha cambiado por la acción de las nuevas tecnologías
Cuando nos preguntamos azorados cómo fue posible una segunda entronización de Trump, y que la capital de la democracia mundial se convirtiera ayer en una cumbre ultra, no puedo dejar de pensar en la supuesta carta que G. K. Chesterton envió hace más de un siglo a un periódico que hacía una encuesta a sus lectores sobre cuál era la causa del Mal en este mundo. “Dear Sir, soy yo. Y me pregunto por qué otros lectores no han enviado una respuesta similar”.
Cuando un fenómeno es tan ubicuo que embruja a la ciudadanía de la pampa argentina a la estepa siberiana, pasando por el Amazonas y los Alpes austriacos, lo más probable es que la causa esté, un poco, en todos nosotros. Y, en particular, en la forma de operar de nuestros cerebros, que han sido (ligeramente, como mínimo) modificados en los últimos lustros gracias a internet.
La clave de Trump no está tanto en él, y en la importancia de las plataformas digitales y las redes sociales para fomentar la desinformación, de la que tanto hablan muchos sociólogos, sino en nosotros. Y no tanto en nuestro bolsillo, como insisten los economistas, que explican el voto al populismo por los trabajos industriales perdidos debido a la globalización. Tampoco en nuestra identidad cultural, como subrayan los politólogos, que ven a los populistas como reaccionarios que defienden el viejo orden frente al caos de la diversidad social. Está en nuestra mente. Nuestra forma de procesar el mundo ha cambiado por la acción de las nuevas tecnologías.
Siguiendo a psicólogos como Merlin Donald, que habían establecido la conexión entre las habilidades comunicativas (hablar, escribir, y luego la imprenta y la televisión) y la evolución de nuestra especie, Michael Goldhaber anunció en 2004 el nacimiento de un nuevo subtipo de Homo sapiens, el Homo interneticus.
En el mundo analógico, las historias, con su principio y final, eran una sucesión de lógica de causa A lleva a efecto B. En el mundo digital, ningún argumento es definitivo. Las historias están siempre incompletas, a expensas de lo que diga tal o cual internauta. Nada se cierra. Los relatos son abiertos como los videojuegos. Las historias no tienen arco narrativo, son pastiches. No hay espacio (Musk interviene desde Texas en la política alemana) ni tiempo (los tuits son imperecederos). Así tienen éxito los mensajes irracionales y caóticos, sobre los perjuicios de las vacunas o la necesidad de conquistar Groenlandia para garantizar la seguridad mundial. En nuestras mentes plásticas de Homo interneticus todo tiene cabida. Nostra culpa.
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