Las injerencias de Elon Musk provocan temblores (también) en su fábrica en Alemania
El magnate trumpista insulta al canciller socialdemócrata, que apoyó la factoría, y pide el voto para a la extrema derecha, que intentó torpedearla
No se habla de otra cosa estos días en Grünheide, un pueblo de 9.000 habitantes en medio de la monótona llanura que, salpicada de lagos y bosques, se extiende entre Berlín y la frontera con Polonia. Elon Musk está en boca de todos. Los insultos al canciller Olaf Scholz. La injerencia en las elecciones alemanas con mensajes incendiarios. El apoyo entusiasta a la extrema derecha.
Pero aquí, sede de la mayor fábrica europea de Tesla, todos miden al milímetro sus palabras cuando se refieren a él. En los cafés y las calles de este pueblo algo gris y apagado, o en la estación en medio de los bosques donde los trenes depositan a los obreros, unos pocos hablan, pero otros directamente callan, o piden que se apague la grabadora antes de pronunciarse. Como si no quisieran meterse en problemas o no quisieran incomodarle.
Porque en Grünheide, y en todo el Estado federado o land de Brandeburgo, Musk es algo más que el hombre más rico del mundo y el aliado de Donald Trump. Aquí es también el hombre que en 2019, por sorpresa, anunció que construiría su fábrica en esta región de la antigua República Democrática Alemana (RDA). El que en tiempo récord la puso en marcha sobre un terreno de 300 hectáreas. El que ha dado empleo a 12.500 personas en una época de crisis industrial y dudas sobre el made in Germany. El que produce 5.000 automóviles semanales y el que paga seis millones de euros de impuestos anuales a un municipio con una historia compleja, un lugar que, bajo el comunismo, acogió una sede de la temible Stasi, la policía secreta. También es el inversor que, según los medioambientalistas, y según la extrema derecha, amenaza con su fábrica el entorno natural.
Un mar de contradicciones
Todo esto es Musk en Grünheide y Brandeburgo, donde ha sumido en un mar de contradicciones a políticos de todos los colores tras calificar de “tonto” a Scholz y al partido ultra Alternativa para Alemania (AfD) de “último rayo de esperanza” para este país supuestamente al borde del apocalipsis.
El Gobierno del land, dirigido por los socialdemócratas, se pone de perfil y evita criticar al hombre que ha insultado al canciller de su propio partido. A fin de cuentas, a esta región le tocó la lotería con esta fábrica que muchos otros lugares de Europa ambicionaban y Tesla ha contribuido al dinamismo de la región.
También AfD queda en una posición embarazosa, pues este partido de extrema derecha ahora celebra el apoyo que le brinda el magnate, pero se opuso denodadamente, por motivos medioambientales y con retórica antiamericana, a la construcción de la fábrica Tesla.
Un obrero de Tesla en Grünheide, que pide no publicar su nombre ni su posición en la fábrica, habla de “esquizofrenia” para referirse a sus colegas que apoyan a AfD. Si fuese por AfD, la fábrica no existiría y ellos no tendrían este trabajo.
Pero la descripción del obrero podría aplicarse al propio Musk, quien carga contra quienes favorecieron su instalación en Alemania: los socialdemócratas. Y jalea a quienes echan pestes del coche eléctrico y se movilizaron contra Tesla: la extrema derecha.
“Me resulta difícil escuchar que Elon Musk diga que solo AfD puede salvar a Alemania, pues en Grünheide AfD siempre estuvo en contra de la gigafactoría”, dice en un café del pueblo la socialdemócrata Pamela Eichmann, presidenta del consejo municipal. Eichmann explica que el efecto local de Tesla es beneficioso gracias a los ingresos fiscales, pero advierte de las consecuencias que puedan tener las palabras del magnate. “El apoyo a AfD”, comenta, “perjudica a una fábrica en la que trabajan personas de 50 países distintos. Me parece un error que Musk se inmiscuya en nuestra política”.
Es pronto para evaluar el impacto económico de las declaraciones de Musk. Un sondeo del instituto YouGov publicado esta semana por el diario británico The Guardian indica que el 73,2% de alemanes considera “inaceptable” el intento del empresario de influir en la política alemana. Y hay expertos que creen que esto ya empezó a ocurrir incluso antes de que, a finales de diciembre, el magnate empezase a dar su opinión sobre la campaña para las elecciones del 23 de febrero.
“Antes [Tesla] era una marca cool, el smartphone con cuatro ruedas”, declaraba en noviembre el economista Martin Fassnacht. Se acababan de publicar los datos según los cuales Tesla había pasado de ser el número uno en este país en matriculaciones de coches eléctricos, al número tres, por detrás de Volkswagen y BMW. “La mala reputación de Elon Musk perjudica a la marca”, añadía Fassnacht. “La gente no quiere que se vincule con él”.
Hay división de opiniones en la planta de Grünheide, según el citado obrero, que habla de una “cultura del miedo” que explicaría la cautela a la hora de criticar en público al amo. Al contrario que en los fabricantes históricos alemanes, como Volkswagen, aquí los sindicatos son débiles y con escasa capacidad de influencia.
“Dentro se habla mucho de Musk. Unos están de acuerdo con AfD y otros no. Algunos temen perder el empleo si caen las ventas”, dice el obrero anónimo. “Apoyar a AfD siendo obrero en Tesla es un suicidio. Es esquizofrénico”.
“Yo estuve y estoy en contra de la fábrica de Tesla en su actual localización”, defiende en un mensaje escrito Kathi Muxel, política local de AfD y diputada en el Parlamento de Brandeburgo. Muxel argumenta que la fábrica se encuentra en una zona de protección de aguas y lamenta que, para construirla, tuviesen que talarse partes del boque. Que Musk pida el voto para su partido “no cambia nada” a la crítica por la elección de Grünheide como sede de la fábrica. Ni en su escepticismo ante el coche eléctrico: “Sin subvenciones masivas del Estado, son prácticamente invendibles”.
Manu Hoyer, presidenta de la Iniciativa Ciudadana Grünheide, desde la carretera junto a los bosques afectados por Tesla, denuncia que la extrema derecha se haya apropiado de la causa ambientalista. “Nosotros no luchamos junto a AfD”, avisa. Sobre los beneficios de la fábrica para el pueblo y la región, sentencia: “Es una mentira. Pocos en la región trabajan en Tesla. Aquí solo tiene desventajas. El tráfico ha aumentado. La contaminación de los camiones es enorme. El microclima ha cambiado”.
A favor o en contra, Grünheide es hoy sinónimo de Tesla, del mismo modo que, hasta hace cuatro décadas, se asociaba con la Stasi, que tenía aquí una sede del Departamento M, encargado de tramitar y controlar el correo. También en Grunheide vivió, durante un tiempo bajo arresto domiciliario, uno de los más ilustres disidentes del régimen, el científico Robert Havemann (1910-1982). A la entrada de su bungaló, junto a un lago, se lee todavía su nombre en un cartel, y hay una barca sobre un remolque. Y esta misma llanura y estos bosques fueron, en 1945, escenario de la cruenta batalla de Berlín antes de la caída de Hitler.
En un podcast del diario Süddeutsche Zeitung, la periodista Renate Meinhof alude, al referirse a esta región, al concepto de “paisajes contaminados”. Contaminados por las guerras, las dictaduras, el pasado. Mirado con perspectiva, Tesla y Musk no son más que un nuevo capítulo en una historia larga, y muy alemana.
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