Alice Munro y el hombre del saco
Lo terrible del abuso sexual a menores es siempre el silencio que se genera a su alrededor, todos los que saben y callan
Una de esas singulares mañanas del Madrid vacío de agosto tomamos café. Somos amigas desde mucho antes de que ella me contara el abuso que durante años sufrió de niña a manos de su padrastro. Eso significa que nuestra amistad no se cimienta sobre ese hecho pavoroso, sino por pura complicidad. No soy su terapeuta, no puedo salvarla, incluso en ocasiones me ha resultado difícil escuchar. Es necesario decirlo porque aunque ahora pareciera haber un consenso sobre el beneficio de la escucha no siempre es fácil. Recuerdo las palabras de la terapeuta Mariela Michelena al respecto: “Incluso quienes estamos entrenados para sumergirnos en la sordidez debemos asomar la cabeza de vez en cuando para tomar aire”. En algún momento de la conversación sale el nombre de Alice Munro, cómo no. Cuántas veces hemos diseccionado sus relatos como si los personajes fueran de carne y hueso. Las dos hemos usado sus cuentos de una u otra manera como material literario o terapéutico. Mi amiga me confiesa que ha leído lo aparecido en prensa solo por encima. Lo terrible, siempre dice, es el silencio que se genera en torno al abuso. Cuando la víctima encuentra a alguien que salga en su defensa esa herida puede aliviarse, pero la realidad nos dice que una mayoría de los menores abusados temen ser avergonzados, culpados u observados como si hubiera algo monstruoso en su corazón. No, me dice, no podré seguir trabajando con sus textos. Inevitablemente, la figura de su madre se funde con la de Munro: mujeres que, conocedoras de la agresión, siguen compartiendo el lecho con el violador de la hija. Antes de entrar en la historia, vayamos con un dato esclarecedor que nos dejó este año un estudio australiano de alto nivel con casi 60.000 participantes: entre el 20% y el 40% de los trastornos mentales podría erradicarse si se atajara el maltrato infantil.
Cuando en julio apareció en el Toronto Star el testimonio de Andrea Skinner, hija pequeña de Munro, sobre la complicidad de su madre con el agresor que la violó desde los nueve años, en España, adiestrados como estamos a la gresca, nos lanzamos a opinar como si se tratara de tomar partido. Desde quien condenaba su obra hasta quien eximía a la escritora de toda responsabilidad; desde quien temía su cancelación hasta quien tachaba de puritanismo que sus cuentos sean leídos hoy de otra manera. Pero lo interesante es que en estos meses en distintos medios, del Toronto Star a The New York Times, han ido apareciendo ensayos magníficos que nos permiten conocer la historia de los Munro, algo que bien pudiera servirnos, si leemos serenamente, para adoptar nuevas perspectivas sobre un asunto del que sabemos poco y opinamos mucho. El último trabajo, escrito por Rachel Aviv, cronista que incide en asuntos de salud mental, es un riguroso ensayo publicado en The New Yorker que ojalá se convierta en un libro.
Los hechos referidos comienzan en 1976, cuando la pequeña Andrea pasa las vacaciones con su madre y Gerald Fremlin, hombretón atractivo a la antigua usanza, tan divertido como propenso a la ira, seductor y aficionado a las bromas sexuales, que comparte sin rubor con una niña a la que hace sentirse cómplice. A pesar de la extrañeza que se palpa en el ambiente, Munro deja a Fremlin al cuidado de la pequeña y ahí comienza una serie de agresiones que duran hasta la adolescencia de Andrea. De vuelta a la casa del padre, la pequeña cuenta el secreto a su hermanastro, este a la madrastra y la madrastra al padre, Jim Munro, que impone el silencio por considerar que la criatura puede haber mentido. El silencio se rompe en 1992. Andrea tiene 26 años cuando se lo cuenta por escrito a su madre porque no se atreve a decírselo en persona. Alice Munro abandona entonces el hogar conyugal y reacciona ante su hija victimizándose, como si se enfrentara a una infidelidad. En esos primeros momentos de desesperación, Munro le confiesa a su hija que ya había tenido noticias de agresiones a otras niñas, pero lo que a Andrea la deja sin aliento es que su madre alberga desde hace tiempo la sospecha de que Fremlin pudiera ser el autor de la violación y asesinato de Lynne Harper, una niña cuyo crimen, sucedido en 1959, sigue sin resolverse. Como respuesta a la confesión de Andrea, Fremlin escribe varias cartas a los padres culpando a la niña de haberlo seducido y amenazando con hacer públicas fotos de la pequeña en poses provocativas.
“Me he enterado demasiado tarde”, se excusa Munro, “y lo sigo queriendo”. Vuelve entonces con su pareja, y los Munro harán como tantas familias: fingir que nada ocurrió. A Andrea le ocurre como a muchas víctimas de abuso: siente que es ella la que ha perturbado la convivencia y acepta ese pacto hasta que en 2002, ante el nacimiento de sus gemelos, se aviva en ella el trauma que nunca ha dejado de estar latente. Le dice a su madre que no permitirá que los niños estén cerca del individuo, y Munro replica lo inconveniente que es para ella hacerle una visita ya que no sabe conducir. Esa dependencia misteriosa de una mujer tan dotada intelectualmente como Alice Munro nos revela lo complejo de una personalidad que en la ficción muestra un férreo control del argumento y en la vida real se declara torpe e incapaz. Será la última vez que hablen.
En 2005, Andrea lee cómo su madre elogia al padrastro en una entrevista y decide reunir las cartas autoinculpatorias del agresor y entregarlas en comisaría. Cuando la policía se presenta en casa de Fremlin, Munro tacha a su hija de mentirosa. Pero eso no evita que Fremlin deba presentarse ante el juez. Dado que Andrea no tiene interés en que vaya a la cárcel se llega a un acuerdo: dos años de libertad condicional y una donación a un centro de víctimas de abuso sexual. Fremlin estimará esta compensación en 10.000 dólares. Aunque por las salas del juzgado deambula la prensa, nada aparece en los periódicos. Andrea se descorazona. Tiene claro que a nadie le parece buena idea que el nombre de la gran escritora sea manchado por un asunto tan turbio. Alice y Gerald siguen unidos. Una secta de dos, según las hijas.
Conforme se ha ido reconstruyendo la historia de este monstruoso silencio aparecen testimonios de quienes lo sabían, y resultan ser muchas las personas que estaban al tanto: editores, periodistas, agentes, escritoras, policías, jueces, familia. Así que el marido de una gloria nacional es condenado a no acercarse a menores de 14 años y todo se reduce a un cuchicheo social que protege al agresor y a quien le da cobijo. Mientras que en la realidad hay un extremo control sobre este secreto vergonzoso, en los cuentos de Alice Munro van desfilando criaturas violadas, madres negligentes, rivalidades entre mujeres maduras y niñas por el amor de un hombre grosero, similar al modelo real. Son muchos los relatos, magistrales sin duda, que pueden ser leídos con esta perspectiva. Open Secrets sería un gran ejemplo.
Me cuenta el psiquiatra Guillermo Lahera que algunas personas con deterioro cognitivo, especialmente las que han vivido controlando de manera más neurótica su presencia social, se muestran en los primeros momentos de la enfermedad propensas a la desinhibición. Así parece que ocurrió con Munro, cuando en primera fase del alzhéimer le dijo a su hija Jenny: “¡Qué cruel por mi parte no librarme de él”. O “yo no quería a ese pedófilo”. Pero lo que ella no se atrevió a resolver, por dependencia insana, por proteger una reputación duramente lograda o por las dos cosas a la vez, lo han hecho sus hijas, arropando a la hermana herida. Nunca se curará la rabia de Andrea hacia su madre. El hombre del saco que fue Fremlin escribió a Jenny, la mediana: “Tu madre será una pirada, pero es una gran escritora”. En esos términos groseros hablaba de Munro el hombre que ella se empeñó en proteger.
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