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CÓDIGO ABIERTO
Columna
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Una mente en las trincheras

Disfrutar de un entorno ideal no tiene por qué ser más estimulante para el pensamiento creativo que carecer por completo de él

Mohamed Solaimane, el 30 de octubre cuando defendió su tesis, en una imagen cedida por él mismo.
Mohamed Solaimane, el 30 de octubre cuando defendió su tesis, en una imagen cedida por él mismo.
Javier Sampedro

Hay una tendencia académica a atribuir el pensamiento profundo a las condiciones del entorno. Una revisión de 33 investigaciones recientes sobre la capacidad de las personas para el razonamiento creativo y para sus aplicaciones al trabajo indica que la estimulación visual y el espacio social son especialmente relevantes para espolear el pensamiento rompedor. Una variedad de autores ha examinado los efectos de la luz, el mobiliario, las ventanas, la privacidad, la calidad del aire y el volumen del ruido, los olores y los colores, los espacios abiertos y hasta el equilibrio de los paisajes. Todo el mundo quiere saber cómo convertirse en un buen pensador, y si tiene pasta se comprará todos los muebles y las lámparas que hagan falta para ello. ¿Les funcionará esto? Es improbable.

Tomen el caso de Mohamed Solaimane, un periodista de Gaza que de día se dedicaba a testimoniar la masacre de su país y de noche, a la luz de las velas, trabajaba en su tesis doctoral. Ha escrito las 500 páginas de su investigación en una tienda de campaña para desplazados en Al Mawasi, una ciudad beduina en la costa suroeste de Gaza con 14 kilómetros de largo y uno de ancho. Defendió la tesis telemáticamente en octubre vestido con sus mejores galas: la americana que había rescatado de los escombros de su casa bombardeada en Jan Yunis, no muy lejos de Al Mawasi. El tribunal de tesis se repartía por El Cairo, Sudán y Ramala.

“Hacer un doctorado es difícil y estresante en las mejores circunstancias”, escribe Solaimane en este periódico. “En Gaza se convirtió en una hazaña casi imposible”. Las tesis se investigan bajo la supervisión de un tutor, y el de Solaimane estaba en El Cairo. Cada vez que tenía que hablar con él tenía que andar varios kilómetros hasta algún sitio con una conectividad decente, como cada vez que quería acceder a los materiales de investigación esenciales. Para cargar el ordenador tenía que hacer cola. Los drones silbaban sobre su cabeza, sus hijos se ponían histéricos, la comida escaseaba, los ataques aéreos eran la banda sonora. ¿Puede alguien defender eso como el entorno más estimulante para hacer una tesis doctoral? Seguramente no. Pero el caso es que el tipo la hizo.

Leyendo la historia de Solaimane no he podido sacarme de la cabeza la imagen de Karl Schwarzschild, un astrónomo alemán que murió en la Primera Guerra Mundial. Siendo el director del Observatorio de Postdam, Schwarzschild se presentó voluntario para alistarse en el ejército alemán, por alguna razón, y le destinaron al frente ruso para las cosas de los militares, como calcular la trayectoria de los proyectiles de artillería. Un buen cálculo siempre ayuda a destruir más personas y cosas. Pero era 1916, y Einstein acababa de publicar su teoría de la relatividad general: la materia le dice al espacio cómo curvarse, y el espacio le dice a la materia cómo moverse.

Con las bombas silbando sobre su cabeza, al estilo de Solaimane, Schwarzschild sacó tiempo para estudiar a fondo las ecuaciones de Einstein y, de repente, dedujo de ellas los agujeros negros: una masa tan grande concentrada en un lugar tan pequeño que provoca tal curvatura del espacio que nada, ni siquiera la luz, puede escapar de él. Los agujeros negros y sus conceptos asociados, como el de horizonte de sucesos, son hoy parte de la cultura popular, pero por entonces no convencieron ni a los físicos más avanzados de la época. Ni siquiera al propio Einstein, que había escrito las ecuaciones que los generaron.

Ni Solaimane ni Schwarzschild —tampoco Einstein en la oficina de patentes— gozaron de un entorno ideal para el pensamiento creativo. Quizá los académicos deberían replantearse sus ideas sobre las causas de la creatividad. Cuando acaben de amueblar su casa, desde luego.

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