Nosotros, adictos
Todos podemos tener una adicción y a casi todo. Unos caerán en el abismo; otros no
Una tarde de hace dos años, la vida cambió de repente en casa de los Fernández. Después de semanas asistiendo en vilo a los desbarres cada vez más terroríficos de su hijo, un chaval que llevaba años alternando días de hijo modelo con noches de oveja negra sin pedir ayuda ni dejarse ayudar por nadie, los padres consiguieron meterlo en el coche y llevarlo a Urgencias. Diagnóstico: brote psicótico por abuso de drogas. Siendo un sueño terrible, los Fernández no podían ni sospechar entonces que la pesadilla iba a convertirse en infierno las 24 horas del día, todos los días, hasta hoy mismo. El alcohol, la cocaína, el juego, las benzodiacepinas fueron sustituyendo o solapándose a los porros en el arsenal de muletas del chico para lidiar con la vida. Nadie que no lo haya pasado puede imaginar el sinvivir de ver cómo tu hijo adorado se convierte en un extraño que te miente, te insulta, te hiere y te roba las joyitas que él mismo te regaló el Día de la Madre para malvenderlas y pagar la próxima dosis, la siguiente apuesta, la enésima huida a ninguna parte. Y nadie que no haya tenido que tomarla sabe lo dura que es la decisión de dejar que toque fondo y esperar que quiera salir a flote. Eso, disponiendo de amor y recursos para intentarlo. Otros no los tienen, o no los quieren, o se quedan por el camino.
Quizá porque sé del calvario de dolor y esperanza que atraviesan tantos Fernández, he visto, hipnotizada, la serie Yo, adicto, en la que el periodista Javier Giner, encarnado por un sobrenatural actor, Oriol Pla, recrea su propia metamorfosis de hombre libre y soberano en esclavo y tirano de las drogas. En la serie, como en la vida, quieres matarlo, abrazarlo, salvarlo, cuando solo puede salvarse él mismo. Así de implacables son las adicciones. No es santurronería, pero tampoco hipocresía. Llamemos a las cosas por su nombre: adictos somos o podemos ser todos y a casi todo. Al tabaco, al alcohol, al trabajo, a las compras, a la idea de perfección que nos hagamos de nosotros mismos. Por divertirnos, por desfasar, por hacernos más soportable la vida. Pero, como los pimientos de Padrón, unos caerán al abismo y otros, no. Y lo peor es que no se sabe hasta que no has caído. Mientras tanto, un cómico llamado Grison hace gracietas sobre porros y cocaína en la tele pública cada noche. Jo, jo, jo, qué malote.
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