Silicon Valley quiere gobernar
La victoria de Trump se ha presentado como una especie de reaganismo 2.0, pero con aún mayor capacidad destructiva del ‘statu quo’ político, económico y social
Desde siempre, la actividad normal de los poderes económicos ha consistido en influir sobre el poder político institucional con el fin de potenciar sus intereses. Para ello se han valido de lo clásicos lobbies, bien estructurados y capaces de servir a sus clientes, aunque a los más poderosos les bastaba tener una relación directa y personal con los decisores políticos. La era Reagan, por concentrarnos en Estados Unidos, resignificó todo ese conjunto de relaciones al implantar la ideología neoliberal, que cambio todas las reglas de juego al derruir los controles estatales y convertir las leyes del mercado en el nuevo mantra.
Entre el viejo presidente y su sintonía con Thatcher, lo que vendría después de la caída de los países del socialismo de Estado, ya pasó a convertirse ―con el Consenso de Washington y los beneplácitos de políticos posteriores como Clinton y la socialdemocracia de Blair―, en algo más que una ideología: fue el verdadero dispositivo foucaultiano que gobernó la fulgurante globalización.
La victoria de Trump se ha presentado como una especie de reaganismo 2.0, pero con aún mayor capacidad destructiva del statu quo político, económico y social. Aquí ya sabemos que las opiniones se dividen entre quienes anuncian el apocalipsis y, los más optimistas, quienes piensan que el león no será tan fiero como lo pintan. Lo cierto es que su objetivo es establecer el Gobierno del “hombre fuerte” en un Estado débil, desmantelar estructuras públicas, sobre todo las federales, con excepción de las militares, y aproximarse a eso que cabría definir como un autoritarismo libertario.
Detrás de este objetivo se encuentran personajes como su niño bonito, Elon Musk, a quien se ha encargado la creación de una agencia para incrementar la “eficiencia gubernamental” junto con el multimillonario Vivek Ramaswamy. Si nos fijamos, el cambio es cualitativo: ya no se trata de que los poderes fácticos influyan o presionen sobre el poder político, sino que se incorporen a él. ¡Caretas fuera!
Cuáles sean sus objetivos, aparte de beneficiarse de sus negocios privados, no está del todo claro y hay que tener cuidado en no dejarse llevar en su evaluación por identificarlos sin más con movimientos como el NRx, del que dio buena cuenta ya el suplemento Ideas de la semana pasada. El que en ellos participen personajes tan peligrosos como inteligentes, como Peter Thiel, uno de los fundadores de Paypal y acérrimo defensor de Trump, nos puede dar pistas, pero no dice mucho respecto de cuál vaya a ser su estrategia inmediata. Pero sí hay algunos datos que son incontrovertibles:
1. Su ilimitada confianza en las nuevas tecnologías, tanto como mecanismo dirigido a revolucionar la gestión pública como en su capacidad para difundir la desinformación y controlar las emociones, eso que ya recibe el nombre de infocalipsis.
2. Buscar desarmar al Estado de la mayor parte de los contrapoderes de raíz liberal, que significan un estorbo para su despotismo pseudotecnológico.
Y 3. Asumir algo así como el rol que Platón había reservado a los filósofos, la proclamación de una casta gobernante apoyada sobre una idea del bien ajena a los mecanismos democráticos.
Lo más fascinante del caso es que, a la vista de las personas con las que quiere contar Trump, y salvo alguna excepción, entraremos en una kakistocracia, el gobierno de los peores, unida a la injerencia directa de aquellos iluminados que se consideran la nueva aristocracia. Lo único cierto es que Trump, ya imprevisible de por sí, se ha rodeado de personas atendiendo sobre todo a criterios de lealtad y no habrá nadie que le dicte lo que deba hacer o dejar de hacer. Triste consuelo.
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