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TRIBUNA
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El apocalipsis según Donald Trump

La gran lección que la victoria del republicano deja a los aspirantes a autoritarios del mundo es que no hay mentira tan grande que no pueda ser aceptada por la sociedad

El apocalipsis según Trump / Juan Gabriel Vásquez
Martín Elfman
Juan Gabriel Vásquez

Todos los países son ficciones, pero algunos son más ficticios que otros. Quiero decir que todos los países se construyen a partir de un relato: puede ser un relato que la sociedad asume como propio más allá de divisiones internas —libertad, igualdad y fraternidad—, o un relato que ha funcionado durante siglos y luego entra en crisis súbita, como el relato de los imperios, o un relato que parte de nuestras aspiraciones aunque la realidad no las justifique. Entre todas las ficciones de Occidente, la de Estados Unidos ha sido acaso la más arriesgada, porque ha tratado de construir una identidad monolítica sobre una de las sociedades menos monolíticas del planeta: desde hace décadas la Historia se estudia en las escuelas con un libro titulado El experimento americano. Entran en escena los clichés: el american dream, el “crisol de culturas”, “la nación más grande de la Tierra”. Todos los políticos de Estados Unidos pronuncian estas últimas palabras sin el menor asomo de pudor o de ironía: hacerlo —y además, inverosímilmente, creérselas— es requisito para aspirar a cualquier cargo público. En su discurso más famoso, Martin Luther King añoraba una nación que “estuviera a la altura del verdadero significado de su credo”. ¿Qué significa esto?

Significa que, más que otras de esas construcciones ficticias que llamamos países, la norteamericana está constantemente haciéndose, definiéndose como un eterno adolescente, dependiendo siempre de su propio concepto de sí misma. En eso pensaba yo hace unos días, antes de la debacle de las elecciones, cuando Kamala Harris habló en uno de sus últimos discursos de la diferencia entre su propuesta y la de Trump. Con la Casa Blanca como fondo, en el mismo lugar del universo desde el cual Trump llamó a una insurrección violenta ante los ojos de todos, Harris dijo que su oponente se había pasado una década tratando de dividir a los ciudadanos y sembrar el miedo entre ellos.

“Eso es él”, dijo. “Pero esta noche, América, vengo a decir: eso no es lo que somos nosotros”.

Días más tarde, 73 millones de votos —así como una victoria republicana en el Senado y probablemente en la Cámara— le dijeron a Harris que tal vez sí: que eso, sea lo que sea, es lo que son. Y la crisis de identidad de Estados Unidos tardará muchos años, muchos más que la presidencia de Trump, en llegar a una conclusión certera sobre lo que pasó para que un personaje de su catadura fuera elegido por segunda vez, pero la verdad profunda es inevitable: Trump montó un relato basado en el resentimiento, el agravio, el odio, el desprecio y la violencia, y millones de votantes lo dieron por bueno. A pesar de lo que se lee en las gorras rojas de sus votantes, su ficción no consistía en que Estados Unidos volviera a un pasado más grandioso, sino en que se defendiera de un presente horrible: un presente distópico junto al cual Blade Runner parece una escena de Barbie, un presente de espanto donde hordas de extranjeros liberados de las cárceles y los manicomios del Tercer Mundo están invadiendo nuestras ciudades, violando a nuestras mujeres, comiéndose a nuestras mascotas y envenenando la sangre de nuestra patria, y donde el “enemigo interior” está destrozando nuestras libertades, abortando niños después de nacidos y cambiándoles el sexo por la fuerza cuando se van a la escuela.

Tengo que aclararlo: ni una sola de las palabras que acabo de escribir es una exageración o una caricatura. Son palabras de Trump, pronunciadas en público y ante las cámaras, aplaudidas a rabiar por los suyos. Y no se ha hablado lo suficiente, me parece, de la gran lección que la victoria trumpista deja para los aspirantes a autoritarios del mundo entero: no hay ficción tan extrema, ni mentira tan grande, que no pueda ser aceptada por la sociedad. Sólo se necesitan dos ingredientes: por un lado, una ciudadanía vulnerable, atemorizada, desinformada o crédula; por el otro, un líder cuyos escrúpulos sean inversamente proporcionales a su desespero.

Así es. Para Trump, volver al poder no era una cuestión de codicia, sino de supervivencia: ser presidente era la única manera de no acabar en la cárcel, vestido con un mono del color de su maquillaje. Su larga vida de violador de todas las normas —y muchas de las leyes— le estaba dando alcance. El eterno acosador sexual a quien el traficante de menores Jeffrey Epstein consideraba su mejor amigo, el perseguido por las acusaciones verosímiles de más de 20 mujeres, el que se jactó de sus acosos en una conversación privada que es imposible escuchar sin asco, ya ha sido condenado a pagar unos 90 millones de dólares por difamar a una de las denunciantes, y esa condena civil abre la puerta para la consideración penal de sus varios excesos. El negociante estafador, que se ha pasado la vida haciendo trampa, que todavía no ha cumplido con la tradición presidencial de publicar su declaración de la renta, que se enorgullecía de no pagar los impuestos debidos, ya ha sido condenado por 34 delitos y actualmente está esperando sentencia. La sentencia, en el caso de cualquier otro ciudadano, sería de cárcel; en el caso de Trump, no lo sabremos nunca. Porque la sentencia no llegará: uno de los primeros actos de su mandato será indultarse a sí mismo. Pero ya nos había anunciado que sólo sería dictador el primer día.

Son tantas sus fechorías que es difícil llevar la cuenta: nunca en la historia de Estados Unidos un presidente había tenido un prontuario semejante de malos comportamientos, o comportamientos poco éticos o delitos comprobados, y no por la opinión pública ni por los medios de comunicación —que de todas formas no son de confiar, como se sabe: son “el enemigo del pueblo”, son las “noticias falsas”—, sino por la justicia. Después de cada uno de sus múltiples escándalos, el antitrumpismo se ha apresurado a declarar su muerte política, y cada vez se han equivocado. El superpoder de Trump es su incapacidad para sentir vergüenza: igual que una muerte es una tragedia pero un millón de muertes es una estadística, Trump ha descubierto que una mentira puede acabar con un político —lo hizo con Nixon, estuvo a punto de hacerlo con Clinton—, pero decenas de miles de mentiras repetidas hasta el cansancio lo llevarán a la Casa Blanca. De los muchos rasgos desconsoladores de la victoria de Trump, éste es quizás el más pintoresco y a la vez el más peligroso: la capacidad inverosímil no sólo para mentir, sino para sostener la mentira incluso cuando todo el mundo está viendo la verdad.

Donald Trump vendió una ficción distópica —no, apocalíptica— para conseguir los votos de quienes llevan décadas sintiéndose inseguros o amenazados: por una economía que no los cuida, por las guerras culturales, por las élites globalizadas. Lo temible es que ahora, para gobernar, deberá mantener esa ficción. En abril del año pasado escribí en esta página sobre un discurso que habría debido hacer sonar todas las alarmas. Trump lo pronunció ante un grupo de conservadores en donde estaban algunos de sus cómplices más fanáticos e incluso sus corresponsales en el nuevo mundo de la extrema derecha transnacional: Bolsonaro, por ejemplo. “En 2016 declaré que soy vuestra voz”, les dijo Trump. “Hoy añado que soy vuestro guerrero, soy vuestra justicia. Y para aquellos que han sufrido agravios y traiciones, yo soy vuestra venganza. Yo soy vuestra venganza”.

En enero comenzará lo anunciado. Tal vez tengamos derecho a un escalofrío.

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