A merced de una corriente salvaje
La razón de la derrota no está en Harris, es el planeta entero el que está virando, sacudido por un tsunami reaccionario
Que el mundo está infestado de expertos lo sabemos ya. Cómo no haber sospechado que el tipo que esta semana se invistió como estratega en desastres por el paso de la dana, anteayer se nos presentaba como vulcanólogo y cada verano se nos revela como perito de incendios. Hoy toca que el todólogo nos instruya en la difícil tarea de encontrar los errores que ha cometido la candidata demócrata Kamala Harris para que un candidato tan perturbado como Donald Trump se haya alzado con su segunda victoria con una ventaja abrumadora. Es como aquel jueguecito que las revistas infantiles nos regalaban a los niños: Las siete diferencias.
Está claro que si una se aplica acabará encontrando los defectos que arrastraron a Harris a la derrota, pero confieso que a mí me sigue pareciendo una candidata insuperable, observándola, desde luego, a través de las lentes que una ha de ajustarse para juzgar el panorama americano. En un momento en que la tendencia global ha virado hacia el conservadurismo cuando no al reaccionarismo, Kamala Harris ha sido una candidata elocuente en su ánimo pero moderada en sus promesas, ha entrado en el terreno de juego con un aplomo insospechado, ha premiado con sonrisas los insultos, con risas los disparates, ha mostrado de manera elegante su superioridad intelectual ante un oponente que a ojos de una persona informada no puede expresar más que desatinos, no ha dejado de tender su mano a Europa, no ha jugado en exceso la carta feminista y ha sido discreta en la reivindicación de la raza y los orígenes, y todo ello porque esta mujer enérgica, inteligente, cultivada y atractiva de 60 años salió a la palestra con la intención de tender la mano al pueblo estadounidense, a los afines y a aquellos republicanos decididos a independizarse del partido colonizado por Trump. Atrás dejaba aquel nefasto “deplorables” con que Hillary Clinton definió a los votantes trumpistas. Ella no representaba a esa élite neoyorquina o washingtoniana que resulta tan odiosa a aquellos que no formaban parte de la fiesta. Kamala Harris no cargaba con la sombra de un marido toqueteando becarias en el Despacho Oval; procedía como Obama de una clase hecha a sí misma y sus gustos y aficiones eran razonablemente populares. Si tocaba enfrentarse a asuntos fundacionales de la cultura estadounidense, como las armas, podía asegurar entre risas que es lícito tener una siempre y cuando se utilice en legítima defensa; si tocaba Oriente Próximo salía como podía sin poner contra las cuerdas a Israel. Muy americana. Tan intachable parecía que cuando se enfrentó televisivamente contra el adversario más estrafalario y desarticulado que ha optado a la presidencia pensamos que la victoria estaba asegurada.
Si tras la primera victoria de Trump los grandes medios hicieron examen de conciencia reconociendo que habían ignorado lo que se cocía a fuego lento en el inmenso país que se agita entre una costa y otra, en esta ocasión, escarmentados, han mostrado un interés creciente por no dejarse sin narrar el latido profundo del país, pero esa voluntad de rastrear a fondo el sentir del pueblo se ha dado de bruces con una nueva realidad más correosa que cruza fronteras: la ola brutal de desinformación que no se achanta ante las instituciones, ni respeta el mínimo acuerdo de fidelidad a los hechos que hasta ahora compartíamos y que, en consecuencia, concede el poder a quien ha de usarlo arbitrariamente y en su propio beneficio. Hace ya más de una década que el millonario Warren Buffet pronunció aquella frase que ha resultado la más exacta definición del momento presente: “Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando”.
Sospecho que la clave de la derrota demócrata no hay que buscarla en Kamala Harris. No será fácil que vuelva a surgir una candidata que ilusione como ella lo hizo en los primeros momentos de esta campaña, pero mucho me temo que el fracaso no lleva su nombre de pila. Es el planeta el que está virando, sacudido por un tsunami reaccionario que solo remitirá cuando finalice su ciclo. Los republicanos han dejado de ser aquellos conservadores de antaño, ahora se definen como trumpistas, y si ese partido quiere volver a entrar en el juego democrático habrá de refundarse; a los demócratas no les quedará otra que hacer política sin verse arrastrados por el espectáculo grotesco en que ha convertido Trump la democracia estadounidense.
No es que yo tuviera una confianza ciega e inocente en sus instituciones, pero tendremos que admitir que hay límites que se han traspasado y que desconocemos hasta dónde llegara el abuso de poder de semejante personaje. Los europeos padeceremos sus esperpénticas decisiones económicas; los palestinos sufrirán en sus carnes el decidido apoyo a los planes exterminadores de Benjamín Netanyahu; tal vez los ucranios se verán abocados a aceptar una paz en las condiciones de Putin.
El mundo gira en otro sentido. Cuando la realidad nos avisa de que debiéramos estar más atentos a los débiles, prevenir el desastre climático, defender a quienes huyen de tierras que se les han vuelto hostiles (en parte por nuestra codicia), cuando los datos electorales nos advierten de que la rebeldía juvenil ha encontrado acomodo en estas nuevas versiones del fascismo y que esa bravucona masculinidad está desempolvándose, nos urge preguntarnos qué pasará el día en que todo esta locura pase, porque pasará, y entonces habrá que pagar muchos platos rotos. Habrá que llamar al Estado, al odioso Estado, al Estado de los funcionarios vagos que roban el dinero a los héroes emprendedores del capitalismo, para que restablezca algo de la justicia social que se fundó como una isla inexplorada tras la Segunda Guerra Mundial. Todos aquellos que se han dejado las palmas de sus manos aplaudiendo a personajes como Trump se darán cuenta de que este regreso de su país a los tiempos de la desregulación del salvaje oeste no era en realidad una gran idea, se verán más desprotegidos que nunca, no tendrán donde caerse muertos.
Todo esto pasará, pero ¿qué podemos hacer nosotros mientras? No queda otra que cumplir con nuestra tarea lo mejor posible, no dejar de defender nuestras convicciones aunque el ambiente rezume violencia, no encogernos de hombros, hacer uso de la libertad para no estrecharla, señalar al mentiroso a fin de que no nos confunda, no dejarnos seducir por lo masivo, por lo falsamente popular, por aquello que nos roba el criterio, no dejarnos manipular por el fantasma del algoritmo. Es un tiempo de incertidumbre, de hacer frente a la incoherencia de criticar las prácticas ilícitas de Elon Musk haciendo de una campaña electoral un sorteo aberrante para luego engordar su capacidad de influencia siendo prisioneros de ese terreno iliberal que nos ha prestado para que desahoguemos nuestros más viles instintos.
El mundo se repondrá, pero de esta época oscura saldremos afectados. Han coincidido en la gobernanza del planeta una serie de hombres temibles (y alguna mujer) sin miedo al daño que pueden provocar. ¿Por qué han llegado ellos al poder y no otros? No podremos darle respuesta a algo tan complejo hasta que pase el tiempo. De momento, solo se me ocurre tomar prestado el título de las soberbias memorias de Henry Roth, A merced de una corriente salvaje, para definir esta profunda sensación de espanto, pero jamás de rendición.
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