Los demócratas tratan de digerir su desolación tras una derrota brutal
Tras perder la Casa Blanca y el Senado, los de Harris se aferran a la esperanza de lograr el control de la Cámara de Representantes, donde aún queda un puñado de escaños por adjudicar
El Partido Demócrata se ha levantado este miércoles con el plato más difícil de digerir tras las elecciones del martes en Estados Unidos: la contundente victoria del republicano Donald Trump y, consecuentemente, la derrota de su candidata, Kamala Harris, que canceló de madrugada su fiesta de recuento en la Universidad Howard (Washington); la pérdida del control del Senado; y la perspectiva, muy real, de que los republicanos mantengan la Cámara de Representantes. La marea roja (el color de la formación conservadora), que se esperaba y no ocurrió en las elecciones de medio mandato de 2022, llegó finalmente. Creando un tsunami político.
Ahora, la única esperanza demócrata es que el puñado de escaños pendientes de adjudicar en la Cámara de Representantes caiga de su lado y que el líder de su bancada, Hakeem Jeffries, se convierta en el presidente de esa institución y sea el segundo hombre —porque los próximos cuatro años serán muy masculinos— más poderoso en las estructuras de Washington.
La desolación entre el partido y sus votantes había quedado de manifiesto a lo largo de la noche, cuando el júbilo enfervorecido en los momentos de los primeros cierres de las urnas en la costa Este se fue transformando de modo paulatino en nerviosismo, primero, y estupor, después. Los trabajadores de la campaña demócrata en el Yard, la explanada en el centro del campus de Howard, apretaban los dientes. Entre los miles de estudiantes y simpatizantes del partido que habían acudido a celebrar lo que esperaban que hubiera sido el triunfo de la primera mujer negra presidenta de Estados Unidos empezaban las discretas fugas en busca de las puertas de salida.
Un correo de Jen O´Malley Dillon, la directora de campaña de Harris, trataba de insuflar optimismo cuando las cadenas de televisión declaraban que los primeros Estados bisagra, Georgia y Carolina del Norte, caían del lado republicano. “Siempre dijimos que nuestro camino más claro pasaba por el muro azul”, recordaba en referencia a los Estados de Pensilvania, Míchigan y Wisconsin. Y añadía: “Nos gusta lo que estamos viendo allí”.
Para entonces, en cambio, el recuento ya apuntaba a que Trump se llevaría los votos electorales de los tres territorios fundamentales para los demócratas. El correo terminaba con el consejo de descansar, el pistoletazo definitivo para que el goteo de huidas empezara a convertirse en río. Para cuando Cedric Richmond, codirector de la campaña demócrata, salió al estrado para anunciar que Harris no se dirigiría a sus votantes esa noche, sino que lo haría el miércoles, el Yard estaba ya semivacío.
Harris tuvo que enfrentarse a un desafío formidable en tiempo récord. Tras convertirse en la candidata demócrata, desarrolló una campaña competente que logró entusiasmar a los suyos. O a parte de los suyos: los grupos progresistas y propalestinos nunca aceptaron que no se distanciara de Biden en su apoyo a Israel en la guerra en Gaza. Ese rechazo, transformado en abstencionismo o apoyo a otros candidatos, bien puede haberle costado estados como Míchigan.
Cuando menos, consiguió dar una oportunidad a los demócratas, mientras las perspectivas eran nefastas en las semanas finales de la candidatura de un Joe Biden en claro declive físico. Hitos como la convención demócrata o, sobre todo, el debate contra Trump en Filadelfia a comienzos de septiembre, en el que se impuso con claridad, le dieron un impulso que la colocaron, si bien solo muy ligeramente, por delante en las encuestas. En un ambiente político en el que los votantes reclamaban un cambio lo más radical posible, en cambio, no pudo atraer a indecisos o a republicanos moderados a los que les repele la personalidad de Donald Trump.
Algo que sí supo hacer su rival, que pese a haber ocupado la presidencia durante cuatro años, consiguió establecer en las mentes de la mayor parte de los votantes una imagen de líder decisivo, el que iba a dar la vuelta a los efectos de tres años de inflación. Su campaña convirtió el recuerdo de aquel mandato en una era dorada en la que no existía inflación ni guerras. También logró que pasaran inadvertidos el asalto al Capitolio de enero de 2021 o sus insultos y amenazas a sus adversarios políticos. Pelillos a la mar.
Trump ha logrado, según los sondeos, avances entre los jóvenes y muy especialmente entre los varones latinos, un 54% de los cuales se inclinaron por él en estas elecciones. Un 13% de afroamericanos le apoyó, frente al 8% de hace cuatro años. Entre toda la comunidad latina, el 32% que le dio su voto en 2020 se ha transformado en un 45%, según los sondeos a pie de urna de la cadena de televisión CNN. Las mujeres, que Harris esperaba que fueran su gran baza por su apoyo al derecho al aborto, solo se pusieron de su lado en un 54%.
Harris, la vicepresidenta de un Biden extremadamente impopular, nunca supo presentarse como la candidata del cambio. Tampoco explicar de manera adecuada sus cambios de posición en asuntos como la extracción de gas de lutita, que condenaba en 2019 y bendecía en 2024.
Quizá el momento clave llegó el 8 de octubre, lejanos ya en la memoria del público los hitos que la impulsaron. En una entrevista en el programa de televisión The View, considerado “amable” hacia la candidata, se le preguntó qué haría diferente de Joe Biden si llegase a la presidencia. Ella contestó que no se le ocurría nada, en un comentario que consternó a su equipo y que la campaña republicana se precipitó a hacer viral. En entrevistas posteriores, intentó corregirse y asegurar que su Administración no sería “una continuación de la Administración Biden”. Pero para entonces, el daño ya estaba hecho.
El estratega político Frank Luntz considera que, hasta entonces, Harris había sido “la mejor candidata posible”. A partir de entonces, fue “horrorosa”. Como le ocurriera a Hillary Clinton en 2016, pasaba más tiempo declarando por qué Trump no debería ser presidente que explicando por qué ella sí era la candidata adecuada.
Las encuestas empezaron a acusarlo de inmediato. A medida que avanzaba octubre, la pequeña ventaja que había conseguido se evaporó poco a poco. Una ligera recuperación en los últimos días no fue suficiente. Una consulta de gran prestigio que le adjudicaba una ventaja de tres puntos en la muy republicana Iowa resultó no ser nada más que un espejismo.
Ahora, para los demócratas, comienza una etapa de reflexión para determinar dónde exactamente estuvo el fallo. Ya empiezan a afilarse los cuchillos, y las recriminaciones: que si Biden debió haberse retirado antes para darle a ella más tiempo a definirse ante los votantes y dejar menos espacio a Trump; que si ella debió de haber elegido como su número dos no al gobernador de Minnesota, Tim Walz, sino al de Pensilvania, Josh Shapiro, recomendado por la jerarquía del partido como alguien que podría ganar el Estado clave de estas elecciones. Pero llorar por la leche derramada nunca ha sido práctico. A partir de ahora, los demócratas tendrán que mirar hacia el futuro — o arriesgarse a la irrelevancia política durante años.
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