Tras la victoria de Trump: lo que somos y lo que vendrá
Es muy difícil no llegar a la conclusión apresurada de que algo se ha roto en el alma de Estados Unidos. En ocho años, Donald Trump ha destrozado la sociedad norteamericana y la ha vuelto a armar a su imagen y semejanza
En el momento en que escribo esto, Donald Trump –el delincuente condenado, el acosador sexual, el que incitó a una insurrección para evitar la transferencia del poder– acaba de conseguir los 10 votos electorales que le faltaban para volver a ser presidente de esa gran paradoja, esa crisis psicológica de 335 millones de habitantes que es Estados Unidos. Para muchos de nosotros, la reelección de Trump es una calamidad de consecuencias impredecibles. Para otros –los ucranianos, por ejemplo– las consecuencias son predecibles porque han sido anunciadas, y la victoria de Trump es un anuncio verosímil de su desaparición como nación soberana. Y para todos implica un cambio de nociones: de lo que se puede y no se puede hacer en política, de lo que le importa de verdad a la gente, de lo que la gente está dispuesta a perdonarle a un líder. Y ninguna de las lecciones, me parece, es positiva.
Ahora comenzarán los señalamientos: se dirá que la culpa es de Biden, por haberse retirado tarde de la carrera presidencial, y otros lo culparán por haberse presentado a la reelección. Se dirá que la culpa es de Harris, que nunca se dio cuenta realmente de la necesidad de apartarse del presidente, y se dirá –ya se está diciendo– que los demócratas olvidaron las lecciones del 2008: cuando su candidato salió de unas primarias bien organizadas y duramente competitivas, de manera que el partido pudo saber con cierto grado de precisión qué quería la gente. Se dirá que la culpa es de los demócratas, que menosprecian a los votantes de clase trabajadora, y se lanzarán adjetivos cargados como elitista y multicultural y globalizado. Se abrirá una gran conversación que tal vez dure cuatro años y tal vez mucho más: la conversación tratará de averiguar qué le ha pasado al partido que en otros tiempos tuvo de su lado a los trabajadores y a los inmigrantes, y que ahora ha visto a los trabajadores adorar a un plutócrata y a los inmigrantes adoptar un discurso de xenofobia. Y tal vez en medio de todo ese ruido político quede incluso tiempo para hacernos preguntas que no son políticas, sino morales.
Es muy difícil no llegar a la conclusión apresurada de que algo se ha roto en el alma de Estados Unidos. En ocho años, Donald Trump ha destrozado la sociedad norteamericana y la ha vuelto a armar a su imagen y semejanza, y el espectáculo no es bonito: su campaña exitosa se ha montado enteramente sobre la violencia y la mentira, el egoísmo y la insolidaridad, el enfrentamiento de unos ciudadanos contra otros, el discurso que azuza el miedo (a los inmigrantes, principalmente) y el odio (por los inmigrantes, pero no sólo). En la última semana, su discurso bajó a niveles de intimidación y tonos racistas que justificaron –no por primera vez– ese atajo mental del que tantas veces hemos abusado: la comparación con el fascismo de los años 30. La reunión trumpista del Madison Square Garden, la manifestación de xenofobia organizada (y de machismo tan tóxico como risible) más grande de nuestro tiempo, nos produjo escalofríos a muchos no sólo por las palabras que proferían los participantes, sino por la sed con que las bebían los asistentes. Trump ha logrado convencer a los norteamericanos de que el enemigo vive entre ellos: el enemigo es el vecino. Y eso, ahora, tendrá consecuencias.
Esto es, por lo pronto, lo que producirá su regreso al poder: una sociedad deshecha más que simplemente dividida, rota a conciencia, llena de desconfianza y de desprecio por el otro. Leo en el New York Times que en el último año la gente ha comenzado a mudarse, cuando puede, a barrios que se identifiquen con sus tendencias políticas, y la palabra polarización ya no es suficiente para nombrar lo que estas dinámicas le hacen a una sociedad. Trump ha instalado entre los suyos la convicción de que los demócratas y los inmigrantes son una amenaza constante, y tendrá que seguir alimentando esos miedos y esas paranoias durante su gobierno; y eso es temible en un país de salud mental más bien vulnerable y donde cualquiera tiene en cualquier momento acceso a un arma de fuego. En uno de sus últimos discursos, Trump bromeó con la posibilidad de que alguien tratara de asesinarlo otra vez. Pero para hacerlo, dijo, le tendrían que disparar por entre los periodistas que ocupaban la primera línea de los asistentes; y el próximo presidente de Estados Unidos sugirió frente a los micrófonos que no le importaría si alguna bala diera en los periodistas. Y su público se tronchaba de la risa.
Comienzan cuatro años de violencia: violencia retórica, por supuesto, pero no es imposible (nunca lo es) que la violencia de las palabras se convierta en algo más. La violencia es una de las muchas patologías de la sociedad norteamericana: la violencia se admira, se ejerce, se imita. Y Estados Unidos acaba de elegir a un matón, un hombre que se ha comportado con frecuencia como un mafioso (y se compara orgullosamente con el mafioso más célebre de su cultura, Al Capone), un hombre que se divierte invocando la violencia contra sus oponentes (hace poco fantaseó con la posibilidad de que alguien le disparara a Liz Cheney), un hombre que ejerce el desprecio por la ley y la Constitución, ya no digamos por la ética o los buenos modales, de forma ostentosa. Una de las cantaletas de los demócratas en estos ocho años ha tratado de sostener que Donald Trump era un intruso en la vida política de Estados Unidos –un caso raro, una aberración, un accidente–, y que una vez derrotado desaparecería para siempre y todo volvería a la normalidad. Estas elecciones demuestran sin asomo de duda que eso no era más que una fantasía liberal: Trump representa los valores que la mayoría del país considera suyos, y esa mala noticia no tiene vuelta de hoja.
Y, sin embargo, el peor error que podríamos cometer al pensar en lo que ha pasado es asignarles a todos los votantes de Trump las mismas motivaciones: creer que le han dado su voto porque todos son xenófobos, o porque todos quieren que los ricos paguen menos impuestos, o porque todos sienten que la ideología woke ha ido demasiado lejos; que le han dado su voto porque todos creen que el calentamiento global es un invento de los chinos, o porque todos creen que el aborto debe estar prohibido, o porque todos sienten que su masculinidad está amenazada. No: las generalizaciones no sirven. Pero queda una evidencia incómoda: el carácter de un individuo que aspira a la presidencia ha dejado de importar, y será necesario preguntarse qué nos dice eso de esta sociedad que en otros tiempos se jactaba de valorar cierta decencia (al menos de dientes para afuera: pero las formas importan) por encima de otros intereses. Estados Unidos ha votado masivamente por un delincuente condenado. Estados Unidos ha votado por un acosador sexual que se enorgullece de serlo. Estados Unidos ha votado por un mentiroso. Cuando una sociedad elige a un tipo así, la pregunta no es solamente lo que se viene encima, que es aterrador: la pregunta es lo que somos por dentro. Y esa respuesta puede ser más aterradora todavía.
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