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TRIBUNA
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Hay que mirar más todavía a Donald Trump

Los ciudadanos tendremos que ver al republicano como el bufón estrafalario que es si, por incongruente que parezca, vuelve a ganar la presidencia de EE UU

Hay que mirar más todavía a Donald Trump. Richard Ford
Quintatinta

El problema que tenemos los estadounidenses en estos días es cómo estar listos para afrontar una nueva presidencia de Donald Trump. Creo que lo único sensato es prepararse, no negar la posibilidad, que es lo que hace la mayoría de mis amigos. Que no haya equívocos: la idea me espanta. Y antes tendremos que votar. Yo habría votado por Joe Biden. Es un hombre razonablemente bueno, aunque me sorprendió su hambre de poder y que hubiera que apartarlo de la campaña electoral rezongando y a regañadientes. Y votaré sin dudar a Kamala Harris; aunque no haya sido una candidata especialmente buena, podría ser una digna presidenta si consigue superar su miedo a cometer errores. Con su estilo vacilante y narcisista, los miembros del Partido Demócrata se desentendieron del país cuando no ratificaron, hace dos años, a ningún sucesor cualificado para Biden. Dan vergüenza y están tan atontados que no parecen ni darse cuenta. Ganen o pierdan, tal como son me cuesta desearles que tengan futuro. No me extraña que solo votemos el 66% de nosotros.

En cuanto a Trump, esencialmente, ha prometido hundir el país si es elegido: ser un dictador, acabar con la Constitución, sacar a Estados Unidos de la OTAN, renunciar a nuestros compromisos con Ucrania y Taiwán, vender a los palestinos, levantar muros de costosos aranceles, dar carta blanca a Rusia para que invada a más vecinos, atacar a Irán, volver a salir de los acuerdos climáticos de París… y estos no son más que sus objetivos de política exterior.

En política nacional, ha prometido llenar los departamentos de Justicia y de Estado de aduladores suyos y el Tribunal Supremo de más extremistas, perseguir y encarcelar a sus oponentes, cerrar la Agencia de Protección Medioambiental y el Departamento de Educación, prohibir la enseñanza de la historia de los negros, eliminar los programas de comidas escolares gratuitas para niños y dejar los derechos reproductivos en manos de una tosca variedad de 50 Estados distintos. Solo le falta ordenar ataques con drones contra Chicago.

Es evidente que muchos estadounidenses quieren precisamente eso. Mi mujer y yo los oímos mascullar y enfurecerse sobre estos temas en la cafetería, el supermercado, el taller de coches y el banco de nuestra zona, en el este de Montana. Cuando crucé el Atlántico el mes pasado, estuve sentado en el avión al lado de una profesora de Derecho Constitucional de la prestigiosa Universidad de Virginia. Me dijo que, en su opinión, la vicepresidenta Harris no era nadie y que un segundo mandato de Trump “consolidaría el lugar de Estados Unidos en el mundo”. Reconoció que Trump tenía “algunos inconvenientes”. Pero bajé del avión convencido de que la mujer votaría por él. ¿Qué habrá bebido esta gente?

Lo curioso es que, según las encuestas, cuando los votantes estadounidenses ven más a Trump, su popularidad decae, mientras que cuando le ven menos su popularidad se dispara: en un concurso de popularidad sería un mal presagio. Pero eso quiere decir que la tarea de derrotar a Trump quizá sería más fácil si los demócratas desmadejados consiguen que más gente lo vea como les interesa, que es más o menos tal como es: una criatura hinchada, anaranjada y caricaturesca que suelta tonterías y mentiras sin parar, una figura tan irreal e inauténtica que puede resultar difícil distinguirlo con claridad.

En una muestra de genio que seguramente ha sido providencial (aunque en ese momento me pareció demasiado suave), este verano, al grupo de expertos de Harris se le ocurrió una estrategia que tuvo eco inmediato: calificar a Donald Trump no como el gran Satán, sino como “raro”. Un bufón en declive al que no se debe tomar en serio. Es un arquetipo conocido en Estados Unidos, con el que todos hemos convivido. Un incompetente al que le falta un tornillo. Una especie de Oliver Hardy montaraz, al que, desde luego, la mayoría de los ciudadanos no imaginaría como presidente, aunque sin llamarse a engaño sobre la amenaza que representa para nosotros y para el mundo.

Eso es. Ver a Trump como la imagen estrafalaria que presenta es lo que tendremos que hacer los ciudadanos si, por incongruente que parezca, vuelve a ganar la presidencia. Así tendremos que afrontarlo.

Además, dejando a un lado los arquetipos ridículos, me da cierto consuelo perverso que un hombre tan raro como Trump se presente a las elecciones presidenciales, que organice una campaña de verdad, que se preocupe, se inquiete y suelte insultos por la posibilidad de no ganar. Tiene miedo de ir a la cárcel, como lo tendría cualquier persona normal y no anaranjada. Eso me hace pensar que, en el fondo, Donald Trump es una criatura institucional; un niño mimado que siempre intenta salirse con la suya, pero que sabe lo que hace y sabe lo que debería hacer; un hombre que tiene una preocupación desmesurada por su aspecto y por cómo le juzgará la historia. Puede que sus seguidores MAGA sean nihilistas, anarquistas y matones, o nada más que unos oligarcas codiciosos que cometen fraude fiscal. Pero Trump es (casi dan ganas de decir “no es más que”) un narcisista, cuyo defecto más inquietante es que ni él ni los demás sabemos nunca lo que va a decir o hacer a continuación. Escuchen sus discursos, si se sienten capaces. Lo único que quiere es complacer y engrandecerse. Los países grandes y complicados pueden enorgullecerse de tener líderes fuertes, pero les va bien cuando tienen líderes previsibles y coherentes. Mientras que Trump cree que gobernar es simplemente anunciar cosas —que va a abolir la Agencia de Protección Medioambiental, o a acabar con la Constitución, o a inyectar lejía en seres humanos para curar la covid— y luego decir las contrarias: por ejemplo, después de presumir de abolir el derecho al aborto, se declara partidario de la libertad reproductiva. Y tiene casi 80 años, mi edad, por el amor de Dios.

Así que, si vuelve a ser presidente, no tenemos que levantarnos en armas contra nuestros vecinos ni mudarnos a vivir a Bali o a Connemara, sino hacer todo lo posible para ver a Trump, cada vez más, como la criatura extraña pero reconocible que es. Más como el yo falible que somos que como un gran destructor. Esa puede ser nuestra manera de proteger el país: ver atentamente a Donald Trump para poder dedicar nuestras energías a combatirlo, obstaculizarlo, impugnarlo, ridiculizarlo y derrotarlo utilizando todas las instituciones de gobierno que no puede abolir. Gobernar Estados Unidos, como ha ocurrido con los 46 presidentes, es siempre una batalla.

Y además, pienso que el presidente Donald Trump, en realidad, no quiere que su legado sea el del hombre que destruyó Estados Unidos, diga lo que diga. No es que piense que, en el fondo, es un buen tipo. No lo es, en absoluto. Es que no podría vivir sin Estados Unidos. Sus instituciones y tradiciones son su contexto vital. Y, gane o pierda, tengo que conservar la esperanza, no dejar que me vuelva en contra de mi mejor versión ni de la mejor versión de mi país. A la hora de la verdad, creo que serán más los estadounidenses que no quieren ver Estados Unidos destruido que los que sí quieren o a los que no les importa. Todavía es posible que el bien prevalezca en noviembre. Solo que no podemos cerrar los ojos a la idea de que podría no ser así; tenemos que prepararnos.

Pero antes hay que pasar el 5 de noviembre. Hay que ir a votar.


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