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Columna
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¿Nos molesta la democracia?

Cuando la política ya solo consiste en presentarse como el defensor de las medidas más duras, la carrera hacia el extremo no va a detenerse

Ilustración columna Máriam M.Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Trump aumenta los decibelios de su campaña a medida que se acerca la cita electoral. Por supuesto, se niega de nuevo a respaldar la transición pacífica del poder, y califica a sus adversarios políticos de “enemigos internos” a por los que habría que enviar el ejército. Sabe que el escándalo es el combustible que alimenta la política desfactualizada. Cada vez que nos rasgamos las vestiduras con una frase así, alimentamos esta atmósfera tan asfixiante en la que las emociones, y no los hechos, dominan nuestra cultura política. Por eso fue inteligente la respuesta de Kamala Harris en su durísima entrevista en Fox News: “Esto es una democracia, y en una democracia, el presidente de EE UU debería ser capaz de manejar las críticas sin decir que encerraría a la gente”. Pero, ¿y si ya hemos dejado de creer en la democracia? ¿Y si Trump de verdad piensa que presentarse como un autócrata en potencia le beneficia? ¿Es eso lo que queremos? Según una encuesta que recoge Le Monde, uno de cada cuatro votantes pro-Trump piensa que, si pierde las elecciones, debería declarar inválidos los resultados y “hacer lo que haga falta” para llegar al poder. Y quizás es eso lo que acaba sucediendo cuando se niegan las normas y valores básicos de la democracia, que terminamos por pensar que, en lugar de beneficiarnos, la democracia puede ser un obstáculo para defendernos de nuestros problemas imaginarios.

Algo parecido está sucediendo en Europa con el debate migratorio. El alarmismo contra la inmigración se ha convertido en un baluarte para ganar elecciones, aunque sepamos que las entradas irregulares a la UE han caído un 42% en menos de un año. Estamos dispuestos a suspender derechos como el de asilo y aumentar nuestra hostilidad hacia los tribunales que toman decisiones problemáticas, como los jueces británicos que rechazaron el acuerdo con Ruanda durante el mandato de Rishi Sunak. La suspensión del derecho de asilo hace más popular a Giorgia Meloni, y como el populismo es contagioso, nuestra presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, se ha mostrado partidaria de que se haga en toda la Unión. Occidente no solo ha dejado de verse como un heraldo que exportaría la democracia a todos los rincones del planeta: ahora parece que la democracia nos molesta a nosotros mismos. Krastev dijo lo que muchos pensaban: “A muchos europeos les gustaría que Muamar el Gadafi resucitara y retomase el poder; aunque era un dictador, al menos impedía que los inmigrantes llegaran a Europa”. ¿Qué hacer cuando la añoranza por un continente fortificado hace que veamos la democracia como un sistema ineficaz?

El autoritarismo no es una cuestión de todo o nada. La desintegración de la democracia es una guerra de desgaste, y cuando la lucha por la competencia política ya solo consiste en presentarse como el defensor de las medidas más duras, significa que la carrera hacia el extremo no va a detenerse. Al final, el neofascismo marca Meloni, moderado supuestamente por los ropajes del poder, ha logrado desplazar hacia el extremo a todo el consenso liberal sobre esas normas y valores que parecían sagrados tras la Segunda Guerra Mundial. Destruimos nuestra propia memoria democrática. Por eso, aunque parezca casi extemporánea, yo me quedo con la orgullosa respuesta de Harris: somos una democracia, y tiene que ser posible defenderla antes de que todos caigamos inevitablemente en un cóctel explosivo de cinismo, nihilismo o simple mendacidad.

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