Meloni abre el melón
El mantra ahora es que situaciones excepcionales exigen medidas especiales, así que revisemos el derecho de asilo para afrontar lo que supuestamente se nos viene encima
El término melonización está llamado a convertirse en una de las palabras del año. Su definición la conocemos bien: dícese del proceso a partir del cual se consiguen normalizar las posiciones de la extrema derecha en los países democráticos, utilizado en particular para referirse a las políticas de inmigración en la UE. Así puede rezar una posible definición formal del palabro en los próximos años. Quienes estaban dispuestos a aplicarlo se han encontrado, sin embargo, con el Estado de derecho. Un tribunal italiano ha revocado la pintoresca pretensión del referente del término, Giorgia Meloni, por reubicar a demandantes de asilo en instalaciones creadas ad hoc en Albania. Estado de derecho 1, extrema derecha 0. Por ahora. Porque en la reunión del pasado jueves del Consejo Europeo, Donald Tusk, el primer ministro polaco, el único que hasta ahora ha conseguido batir en las urnas a un partido gobernante y hegemónico de la ultraderecha, dejó claro que hay que aplicar el estado de excepción, es decir, aquel que permite suspender derechos. En otras palabras, maniatar a los jueces en su defensa. El mantra ahora, compartido por un significativo número de países, es que situaciones excepcionales exigen medidas especiales, así que revisemos los tratados de la UE en todo lo relativo a la aplicación del derecho de asilo para hacer frente a lo que supuestamente se nos viene encima.
¿Quién acabará ganando el partido, los melonizados o los que se siguen aferrando al respeto de la dignidad de la persona, venga de donde venga y cueste lo que cueste? La verdad es que no lo tengo claro, porque esta cuestión es tan dilemática que no admite pronunciamientos rotundos. Sí, desde luego, si la percibimos como un choque puntual entre Estado de derecho y principio democrático. En el caso específico que nos concierne, por tanto, se irá abandonando la idea de los centros de deportación a países terceros, pero esto será suplido por otras fórmulas para devaluar o restringir el derecho de asilo. Al contrario de lo que ocurre cuando nos enfrentamos a este tipo de situaciones, la útil distinción que nos ofrecía Rafael del Águila entre una posición implacable ―hágase todo lo necesario para conseguir un determinado fin político, caiga quien caiga― y otra impecable ―fiat iustitia et pereas mundus― habría que revisarla en este caso. Encaja mejor en la similar distinción weberiana entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad.
Pero el propio Weber, quien apostaba por la segunda, se vio obligado a reconocer que era inevitable una tensión entre ambas. Por ejemplo, si no atendemos mínimamente al reclamo de más mano dura con la inmigración y asilo, acabaremos poniendo los medios para que se expandan los gobiernos en manos de la ultraderecha y entonces nos arriesgamos también a una restricción de otros derechos en los países donde triunfe, e incluso al final de la UE tal y como la conocemos. Sería la opción malmenorista. Kamala Harris se ha encontrado ante un dilema similar cuando empezó a hacer concesiones en este tema para evitar el tsunami que Trump puede desatar en la democracia estadounidense. Por otro lado, sin embargo, toda ruptura de la coherencia de nuestros principios, de nuestro sistema de derechos, significa reconocer que estos están al albur de circunstancias políticas específicas o de los humores de una determinada mayoría, y acaban enviando también la señal de que creemos en ellos a beneficio de inventario. La decisión del tribunal italiano es un aviso a navegantes: la mayor disputa política en nuestras democracias no será entre partidos; será entre las instituciones del Estado de derecho y las mayorías populares. De quién gane esta batalla depende el futuro de la democracia liberal.
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