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El debate | ¿Tiene sentido hablar hoy de Hispanidad?

La última polémica diplomática entre México y España trae de nuevo al primer plano la discusión sobre la cultura compartida

Hernán Cortés llega a México precedido por Malinche en un documento del siglo XVI.
Hernán Cortés llega a México precedido por Malinche en un documento del siglo XVI.Universal Images

Casi 500 millones de personas están unidas por la lengua española a ambos lados del Atlántico, pero la historia común y todo lo que implica esa relación siguen alimentando una controversia que resurge cada vez que se acerca el 12 de octubre

Sobre la Hispanidad como concepto y su vigencia reflexionan David Martín Marcos y Claudia Neira Bermúdez. Para el primero, profesor de Historia Moderna de la UNED, esa noción está hoy lejos de poder erigirse en un punto de consenso entre España y América Latina. Neira, nicaragüense exiliada en Madrid, defiende que no es la idea hegemónica de una inexistente cultura superior, sino el lugar de convergencia de millones de ciudadanos con un mismo idioma, pero identidades e idiosincrasias diferentes.


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Hispanidades imaginadas

David Martín Marcos

La celebración del 12 de octubre asociada al concepto de Hispanidad forma parte de un conjunto de conmemoraciones cívicas que empezaron a gestarse en el siglo XIX y que todavía hoy pueblan en Europa los viejos calendarios nacionales. Como otras muchas, esa efeméride surgió al socaire de los incipientes Estados nación y, como tal, estuvo alimentada por unos relatos sobre el pasado destinados a perfilar una memoria que buscaba dar a conocer el recorrido de una comunidad imaginada a lo largo del tiempo y recordar los logros que habrían configurado sus supuestas esencias. Esa empresa historizante fue perceptible de modo general en discursos, monumentos y festividades, pero también en actitudes cotidianas y en gestos aparentemente inocuos, y configuró una teleología poderosa. En ella, las conquistas y las luchas, junto con los enfrentamientos y las resistencias, dieron lugar a un imaginario nacional sobre un pasado común y a unas inercias interpretativas que hoy están lejos de desaparecer.

Todo ello forma parte de lo que Hobsbawm y otros historiadores identificaron como una genérica invención de la tradición. Pero el problema sigue siendo querer otorgar carta de naturaleza inmemorial a esas construcciones decimonónicas, como si siempre hubiesen estado ahí. En el caso de la idea de la Hispanidad, es posible que vincular la expansión española en América a unos objetivos civilizadores sea el mayor ejemplo de esa perniciosa persistencia argumental. Es la relación dicotómica entre la civilización (europea) y la barbarie (americana) la que asoma en esa posición, hasta el punto de que ese entendimiento sigue condicionando nuestra visión de la presencia española en las Indias. A fin de cuentas, el triunfo de la civilización en ese relato es la clave que ha permitido a algunos aceptar que hubo violencia, muertes o explotación, porque reconocer los excesos como un mal menor formaría parte de la justificación de la voluntad redentora y transformadora de la Hispanidad.

Claro que la Hispanidad, como continente aglutinador de una realidad cultural, jamás estuvo presente entre las motivaciones que pueden explicar los viajes de Colón o las conquistas de Cortés. Pero estas circunstancias poco parecen importar a algunos a la hora de mirar al pasado, a pesar de que la Hispanidad esté en la actualidad lejos de poder erigirse en un punto de consenso a ambos lados del Atlántico. Porque, aunque es verdad que en origen lo hispánico gozó de estímulos tanto en Europa como en América que propiciaron su vocación transnacional, abogando por un específico reservatorio cultural frente al imperialismo estadounidense, poco de aquello queda en pie si miramos a nuestro alrededor.

Ciertamente, la idea de una Hispanidad civilizatoria no solo ha ido menguando en el último siglo en América, sino que, en buena medida, resulta ofensiva en algunos países que observan en ese discurso una suerte de tutela cultural que todavía sería ejercida desde España. No se trata, en todo caso, de negar y no celebrar una lengua y un patrimonio que comparten más de 500 millones de personas en todo el mundo, así como la riqueza cultural asociada a este fenómeno, pero sí de reconocer que —guste o no— la mayoría de las personas que forman parte de la comunidad hispanohablante internacional no se sienten cómodas bajo ese paraguas conceptual.

Es esta una realidad ineludible, al igual que lo es que en España los que más abogan por una férrea defensa de la Hispanidad como una comunidad que se proyecta allende las fronteras y que permitiría mantener vínculos con los países hispanoamericanos sean también los primeros que buscan limitar esos lazos fraternales de puertas para adentro. Las particularidades culturales o los flujos migratorios originarios de esas otras partes de esa Hispanidad son para ellos normalmente motivo de preocupación y evidencias de una necesaria exclusión. Es la paradoja de una Hispanidad que quiere mostrarse abierta a América, pero que, sin embargo, se cierra sobre sí misma en el día a día. Quizás, frente a ello, cabría preguntarnos si queremos seguir creyendo en esas viejas hispanidades imaginadas o reconocer y aceptar ya la tangible americanidad de nuestro país.


Como el adaptador de los enchufes

Claudia Neira Bermúdez

Hace tres años, salí abruptamente de Nicaragua y sin mucha claridad sobre mi destino. Al cabo de seis meses, me instalé en Madrid, donde siempre quise vivir, aunque pensaba que ya no me tocaría, pues tenía mi vida “hecha” en Managua. Una de mis primeras gestiones fue ir a recoger un paquete a una oficina de envíos. Ahí me pidieron mi número NIE, y cómo sería mi cara que el señor que atendía me dijo: “Su número de extranjera”. “Pues no lo sé”, le dije. Estaba recién llegada, hacía frío y solo quería que me diera los adaptadores que venían en esa cajita que tenía.

Esas pequeñas piezas de plástico y metal me permitirían pasar del enchufe de rayita a los redondos. Algo tan pequeño pero tan necesario para vivir. Adaptador, adaptar, adaptarse, acomodar tienen desde entonces un significado distinto en mi vida y, creo, en la de los miles de personas que vamos y venimos. Que somos de aquí y de allí. Esos adaptadores no solo se aplican para los artefactos eléctricos, sino también para el lenguaje, el cine, la literatura, los afectos, las costumbres, la comida, la vida misma. Al final, acabamos siendo de una serie de lugares y eso nos hace ser lo que somos hoy. Nos adaptamos a las nuevas cosas sin dejar las nuestras, nos acoplamos.

Así, los adaptadores me llevan a pensar en la Hispanidad. Yo la entiendo como un adaptador que nos permite enlazarlo todo: ese territorio enorme en el convergemos los millones de personas que hablamos español, pero que tenemos culturas, identidades, idiosincrasias y puntos de vistas diferentes, justo lo que nos hace valiosos y grandes. Es lo que nos une y nos separa, lo que nos hace conversar y discernir sobre creación, sobre mundos, sobre memoria, sobre formas de contar.

Y llevo esto a cosas prácticas de la vida, como el lenguaje. Desde que vivo en España, me ha tocado acomodarme a mi nueva casa, “pillar” una que otra palabra y expresión de aquí, respirar profundo y sonreírle al policía en la comisaría cuando cree que el uniforme le convierte en el ser más poderoso del mundo y asume que yo no conozco mis derechos. O que por mi acento debo quedarme calladita.

También me ha tocado cuidar cada palabra que escribía en un wasap con una agente de bienes raíces para que no notara mi forma de hablar, porque si notan que no sos de aquí, casi seguro que te pondrán pegas para ver un piso. O explicarle a mis vecinos que no, no soy de Guatemala, que Centroamérica son varios países, y que no, no rento habitaciones, que los nicas recibimos a muchos “invitados” en nuestras casas y que les llamamos “huéspedes”, y que no, no pagan. O que el señor del examen de la nacionalidad me diga: “A ver, no puede haber terminado su examen tan rápido, que usted no es de aquí, y no puede hacerlo tan rápido; revise señora por favor”.

Poco a poco, he ido descubriendo algunos puentes culinarios, por ejemplo, que en la carnicería de mi calle venden un queso ahumado canario muy parecido a uno de Nicaragua. O que los olores de la cocina de mi abuela paterna en Lima se parecen a los del Mercado de los Mostenses. También he descubierto las maravillas culinarias de este país, y de los países de mis otras amigas y amigos que hacen que esta nueva vida sea también la unión de muchas otras con acentos, historias, sabores y olores variados, porque este es un punto de encuentro, de intercambio y de vivencias.

No puedo generalizar, ni hablar en nombre de todas, porque, aunque no elegí migrar, sé que lo he hecho en condiciones privilegiadas que incluyen afectos que tenía antes y que se han fortalecido aquí, y otros nuevos. Esos afectos que, con una sonrisa, un abrazo o abrirte sus casas han hecho de esta ciudad mi hogar. Y han hecho que ese océano sea más angosto, sin olvidar mis raíces, mis amores y mi vida del otro lado. Yo me siento orgullosa de mis orígenes, de mis vivencias y experiencias pasadas, y cuando me preguntan qué es mejor, simplemente sé qué es diferente, y las diferencias son tan grandes que no sería justo agruparlas por preferencias. No es la Hispanidad esa idea hegemónica de que hay un idioma rector, un acento mejor, una cultura superior, una manera de ver el mundo o un sabor único. Para esos pensamientos no hay adaptador que valga. Ni aquí ni allí.



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