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El idioma de Fidel Castro y de Daniel Ortega

La tentación de hacer a una lengua propiedad del político del territorio que la gobierna persiste, porque la mala política no verá en la lengua otra cosa que la expresión del poder de quien la habla

Una mujer fotografiaba la fachada de la Academia Nicaragüense de la Lengua, en Managua, el 31 de mayo.
Una mujer fotografiaba la fachada de la Academia Nicaragüense de la Lengua, en Managua, el 31 de mayo.Jorge Torres (EFE)
Lola Pons Rodríguez

Los grandes protagonistas de cualquier éxito profesional suelen serlo porque algún secundario, superior o inferior a ellos, se encarga de mantener el fondo sobre el que destacan ellos como figuras. El periodista Barry Sussman (1934-2022) fue uno de esos imprescindibles secundarios. La noticia de su fallecimiento hace unos días ha recibido una discreta atención en los medios. Se repetía a su muerte el papel que tuvo en su vida profesional; Sussman fue el necesario facilitador del entorno mediático en que tuvo lugar una de las mayores demostraciones de la necesidad de un periodismo libre: el descubrimiento de la trama Watergate.

Quienes brillaron como protagonistas de la historia fueron Bob Woodward y Carl Bernstein, reporteros del periódico The Washington Post; la valiente intuición de quien era entonces su jefe, Sussman, editor de noticias locales, fue imprescindible para que se destapase una trama ilegal de escuchas alentada por el Gobierno estadounidense. El escándalo del Watergate le costó el puesto al presidente Richard Nixon y llevó a Woodward, a Bernstein y a su periódico a ganar el Premio Pulitzer en 1973. El caso Watergate se sigue empleando hoy como ejemplo de la cota máxima de capacidad que puede tener el periodismo para controlar los desmanes y tentaciones que el poder puede construir sobre su suelo de aparente impunidad.

Para quienes no fuimos coetáneos de ese escándalo, este episodio periodístico excepcional y trepidante nos es conocido por las películas que se han basado en él. Todos los hombres del presidente (1976), con Robert Redford y Dustin Hoffman haciendo de reporteros, es quizá la más conocida de ellas. Quiero recordar aquí una frase de esa película, desfasada hoy en su sentido original, pero actual en lo que connota. Ocurre en el inicio de la historia, cuando los periodistas empiezan a sondear una lista de nombres de agentes protegidos gubernamentalmente al servicio del espionaje. Uno de los periodistas llama por teléfono a un posible implicado, se oye al otro lado una algarabía de críos jugando y voces en español que evocan una casa cubana llena de gente y ruido. Desesperado por hacerse entender, el personaje que interpreta Robert Redford tapa el auricular y grita en la redacción una frase que fue doblada al español como: “¿Alguien habla el idioma de Fidel Castro?”. Ningún compañero contesta; el periodista cuelga.

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Es penoso, pero parece que era así. En los años setenta, con la crisis de los misiles aún fresca y una migración latina todavía menor en relación con la de otras latitudes, el español era para un estadounidense medio el idioma de un dictador a quien desde el Capitolio se temía tanto como se atacaba. La cuota de poder atribuida al español en Estados Unidos en esta película era pasmosamente pequeña y se simbolizaba en una sola persona: Castro.

Hoy esta pregunta ya no tendría sentido, y no solo por la muerte del dictador: el español es hablado en Estados Unidos por algo más de 60 millones de personas como lengua materna. Y es previsible que la cifra siga aumentando. Quizá algunos de los periodistas del Washington Post ya lo hablan, y en su redacción a buen seguro aterrizan los ejemplares de la prensa estadounidense escrita en español que circula por Estados Unidos (pienso por ejemplo en un delicioso periódico semanal que se distribuye en Nueva York con el fabuloso nombre de El Especialito).

Cierto es que los estereotipos son cambiantes y que seguramente hoy alguien podría decir en Estados Unidos que el español es el idioma de los tenderos, los camareros o los obreros. Hay muchos retos sociales que lograr para que la lengua se prestigie y no se abandone en las próximas generaciones. El reciente congreso que se ha celebrado en el Instituto Cervantes de Nueva York (con el tema Lengua e identidad), al que he tenido la oportunidad de asistir, ha puesto de manifiesto, en su repleto auditorio, el prometedor interés que la comunidad hispanohablante estadounidense tiene ante el futuro de su lengua y su compromiso por mejorar su condición en la educación y en la sociedad.

Con todo, la tentación de hacer a una lengua propiedad del político del territorio que la gobierna persiste. Y persiste porque la mala política no verá en la lengua otra cosa que la expresión personalizada del poder de quien la habla. Casi al mismo tiempo que moría Sussman, el dictador americano Daniel Ortega atosiga y empuja al cierre a la Academia Nicaragüense de la Lengua, institución que establecía nexos (qué poco les gustan a las dictaduras los nexos y cuánto les gustan las cuerdas) con otros organismos culturales externos. Piensa Daniel Ortega que el español es el idioma de Daniel Ortega. Y no se da cuenta de que él es, por esas tristes derivas históricas, una figura represora absolutamente prescindible en la historia de Nicaragua. Y eso lo puedo escribir desde España gracias a que tenemos un periodismo libre y una democracia de fondo.

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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. Dirige proyectos de investigación sobre paisaje lingüístico y sobre castellano antiguo; es autora de 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo'. Colabora en La SER y Canal Sur Radio.

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