El debate | ¿Tiene España que pedir disculpas a México?
La controversia diplomática entre los dos países a cuenta de la conquista de América obliga a reflexionar sobre la forma en la que se cuenta la historia y los diferentes significados que tienen los mismos hechos
La toma de posesión de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ha sido el último motivo de enfrentamiento entre México y España, cuyas relaciones se han ido deteriorando en el último sexenio bajo la presidencia de Andrés Manuel López Obrador. El Gobierno español ha decidido no enviar representación al acto después de que México vetara la presencia del rey Felipe VI por considerar que no había contestado debidamente a una carta en la que reclamaba una disculpa de España por los excesos durante la colonización. Más allá de quién debe ser el representante de España cuando otro jefe de Estado asume el cargo, la polémica ha reabierto el debate sobre qué debe hacer España con los pasajes más controvertidos de su historia, especialmente a la vista de lo que han hecho otros países europeos con las suyas.
El historiador Pablo Batalla Cueto cree que la petición de disculpas es pertinente y hay precedentes en los que fijarse, mientras la escritora Carmen Domingo cree que la polémica obedece a intereses políticos.
Pedir perdón nunca sobra
Pablo Batalla Cueto
Desde los aperreamientos (ataques con perros), las amputaciones de extremidades y las quemas humanas perpetradas durante la conquista de América —que conocemos, no por los escritos activistas de Las Casas, sino por las mismas crónicas— hasta el uso de gas venenoso contra población civil en el Rif, los horrores de la contrainsurgencia en Cuba en el siglo XIX o las poco conocidas atrocidades del teniente Ayala en Guinea, la historia imperial española está tan jalonada de crímenes espantosos como la de cualquier antigua metrópolis occidental. España es un país normal en eso, pero no así en el hábito de pedir perdón por ese pasado. En los últimos lustros, lo piden el rey de Holanda y el de Bélgica; la Iglesia de Inglaterra y Juan Pablo II —que lo pidió en 2000 por la Inquisición y las cruzadas—. Lo piden Australia, que desde 1998 celebra un Día del Perdón (Sorry Day) por el maltrato a los aborígenes, y Emmanuel Macron, que en 2017 afirmaba en campaña electoral, en Argelia, que la colonización francesa había sido un “crimen contra la humanidad” y una “auténtica barbarie”. En ocasiones, se pide un perdón con componentes autoexculpatorios y no incompatible con sentirse herederos del criminal en cuestión, pero se pide al fin y al cabo. En Ginebra, la leyenda de un monumento a Miguel Servet, víctima aragonesa de la represión calvinista, reza: “Nosotros, herederos espirituales del reformador Juan Calvino, condenamos un error que fue el de su tiempo”. México pide perdón a los mayas, los apaches o los chinos asesinados en la matanza de Torreón, en 1911. Pero mientras todo esto sucede, el paisaje español es que el Rey ni siquiera responda a la carta en la que el presidente mexicano le propone un acto solemne de disculpa dirigido por ambos dos, junto con el Papa; la promoción de artimañas retóricas sobre imperios generadores y depredadores, defendidas en libros que protagonizan algunos de los mayores éxitos editoriales del último cuarto de siglo; o que en Madrid se levante una estatua a la Legión Española, homenajeada, no con una escultura de un legionario actual —lo que ya sería de gusto cuestionable—, sino con el de 1921: el que se fotografiaba con las cabezas decapitadas de los insurgentes rifeños.
Cuando se reclama que España se ponga al día de esta nueva sensibilidad internacional, emergen gracietas sobre el deber de Italia de pedir perdón por el acueducto de Segovia o las Médulas, pero son zascas de patas cortas. Entre Roma y nosotros hay una zanja profunda y ancha; una edad oscura que clausuró todos los linajes de aquel poder desaparecido. Entre el siglo XVI y el nuestro hay bastante distancia, ciertamente, pero no un corte histórico que convierta aquello en un pasado pasado, sino la continuidad de familias poderosas que lo eran entonces y lo han sido hasta hoy y de un Estado que se declara y es considerado heredero de aquel, coronado por un monarca cuya numeración continúa la de los reyes de entonces. Roma es un estrato histórico sellado, pero aquel en el que Cristóbal Colón hundió los pies en las arenas de Guanahaní continúa formándose. En él habitamos, y algunos españoles presiden empresas multinacionales que siguen depredando el continente y perpetrando tropelías neocoloniales contra las poblaciones indígenas de América, adonde llegan con la preferencia que otorgan el idioma y la historia.
Las peticiones de disculpas por la violencia del pasado son, en cualquier caso, la clase de cosa que es mejor que sobre a que falte. Su exceso no daña a nadie que no deba ser dañado y no es incompatible con el apego hacia los subproductos mejores de aquel imperio irreversible; como seguir leyendo a Borges o admirando el barroco andino. Pero sí es dañino su defecto; y tienen un valor extra en un mundo en el que la violencia colonial resurge con la fuerza pavorosa que vemos en Ucrania o Palestina. A quienes razonan que no podemos reprobar el pasado con criterios de nuestros días, hay que responderles que ese pretérito presuntamente ininteligible es el que España —cuyos últimos billetes de peseta exhibían los rostros de Colón, Cortés y Pizarro— enaltece en su fiesta nacional. Debe exigirse, al menos, la coherencia: si el pasado pasó y no podemos hablarle, ni él a nosotros hablarnos, sea así para todo; lo mismo para la condena que para la celebración.
Manipulación política del pasado
Carmen Domingo
“Envié una carta al rey de España y otra al Papa para que se haga un relato de agravios y se pida perdón a los pueblos originarios por las violaciones a lo que ahora se conoce como derechos humanos”. Esta es parte de la carta que el presidente López Obrador envió en 2019 y que ahora ha vuelto a la palestra. Sacar al “demonio español” es un mecanismo de distracción que las élites hispanoamericanas, como a la que pertenece López Obrador, tienen por costumbre activar cada cierto tiempo. Sin embargo, hasta los zapatistas lo acusaron entonces de usar a los pueblos originarios con demagogia e hipocresía.
En el “revisionismo histórico” en que andamos inmersos, el relato de que España debe disculparse de lo que sucedió durante la conquista lleva años fraguándose desde la izquierda líquida, la nuestra y la suya. Una leyenda negra que exige que España pida perdón a los pueblos originarios. Algunos políticos, en un alarde de desconocimiento histórico, hasta dicen que hay que pedírselo a México, olvidando que no existía cuando llegaron los españoles.
Esta demanda supone un despropósito y evidencia falta de cultura histórica.
Lo primero, la fama de villano de Cortés. Lejos de ser el “mata indios y roba tesoros” que nos han vendido en no pocas ocasiones, fue en realidad el inventor de México. Un estadista, los historiadores dicen que de talla indiscutible, que crea un Estado nuevo. De hecho, cuando llegó a Mesoamérica se encontró con un buen número de pueblos nativos, dominados por los aztecas, que se lanzaron en brazos del pacense para que los ayudara a librarse de estos últimos, que los tenían oprimidos y maltratados. Es inverosímil pensar que los 500 hombres que desembarcaron, que al llegar a Tenochtitlan apenas llegaban a 300, podían llevar adelante solos una conquista, sin la ayuda de los totonacas y los tlaxcaltecas. Así pues, en un giro que nos rompe el relato, la conquista no la hizo Hernán Cortés, sino que la hicieron unos indígenas sobre otros. No me pondré feminista, porque no toca ahora, pero en realidad la auténtica artífice fue una mujer: Marina.
La segunda, las colonias. Nunca hubo colonias españolas en América, España lo que tuvo fue un virreinato y provincias de ultramar. El Imperio era uno solo, el Impero Español. Luego llegó la independencia, en 1821, y entonces los mexicanos, tras la guerra con Estados Unidos, vendieron una parte de su país. El 55% del territorio (California, Nevada, Utah, Nuevo México, partes de Arizona, Colorado, Oklahoma, Kansas y Wyoming) pasó a Estados Unidos, a cambio de 15 millones de dólares, más bien lo regalaron. Y esa venta incluía a sus pueblos originarios, que acabaron por casi desaparecer en esa zona. De ellos, López Obrador ni se acuerda.
La tercera. Si hay una característica de la relación que se estableció entre unos y otros esa es la cultura del mestizaje característica de esa época entre los nativos y los españoles (a diferencia de franceses, ingleses, y por supuesto belgas).
Y la última. En Nueva España, en 1821, el 60% de la población hablaba alguna lengua indígena. A día de hoy, bastantes después de la independencia, el porcentaje de hablantes cae al 6,6%, como explica el periodista mexicano Juan Villoro. No hay que ser una analista avezado para darse cuenta de que fue el México independiente el que elimina la lengua indígena o a sus hablantes, no el virreinato español.
Si volvemos al hoy, solo recordar que ninguno de mis antepasados estuvo en América en esa época, pero, estoy segura de no equivocarme, les diría que Andrés Manuel López Obrador tiene nombre, apellidos y una tez que evidencian que sus orígenes no son nativos. Quizás él sí deba pedir perdón.
Vivimos una época en la que la manipulación política del pasado siempre busca encontrar enemigos externos para ocultar problemas internos. ¿De verdad una parte de la izquierda española piensa que va a conseguir algo en esta polémica? ¿Y si pensasen en buscar a los culpables de los feminicidios que suceden en México a diario, o detener a los que violan hoy los derechos humanos y asesinan estudiantes normalistas?
¿Qué pensaríamos en España si, con todos nuestros problemas sociales y económicos, nuestro Gobierno se dedicase a exigir disculpas al primer ministro italiano y a presidentes y emires árabes por las violaciones de derechos humanos de romanos y musulmanes a los hispanos de hace siglos? Lo dicho, un despropósito.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.