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El debate | ¿La cultura sigue siendo elitista?

El acceso y el consumo de los productos culturales han cambiado con el mundo digital, pero los expertos todavía discrepan de que se haya producido una verdadera generalización cultural

Taylor Swift, en su concierto del 29 de mayo en el Santiago Bernabéu, en Madrid.
Taylor Swift, en su concierto del 29 de mayo en el Santiago Bernabéu, en Madrid.Claudio Álvarez

Un reportaje sobre la supuesta pérdida de atractivo del perfil cultureta ha reabierto el debate sobre qué puede considerarse o no cultura ahora que el acceso digital ha ampliado el acceso a los productos culturales. Con frecuencia se esgrime que solo unos cuantos afortunados con recursos económicos y educación apropiada pueden disfrutar de la verdadera cultura. O se establece una distinción entre la alta cultura y la cultura popular, pese a los estratosféricos precios que alcanzan las entradas de los conciertos de las estrellas del pop, que siempre cuelgan el cartel de vendido.

El crítico musical Luis Gago defiende que el elitismo reside en la voluntad y el esfuerzo por escuchar, contemplar o leer con intensidad, mientras que la periodista cultural Raquel Peláez sostiene que es posible que la industria de la moda sea la que haya propiciado las mezclas más peregrinas de alta y baja cultura en los últimos años.

El elitismo al alcance de todos

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LUIS GAGO

¿Qué convierte a una propuesta cultural en elitista? ¿Su contenido o sus circunstancias? ¿Quién o qué traza la línea divisoria entre alta cultura y cultura, digamos, popular? Las palabras van siempre cargadas y a menudo no es fácil deslindar conceptos, sobre todo cuando lo que podríamos llamar la práctica cultural parece contradecir nociones o presuposiciones muy asentadas, como, por ejemplo, imponer a la música llamada clásica el sambenito de ser elitista, cuando el acceso a ella se ha democratizado y facilitado en las últimas décadas más que nunca. Hubo un tiempo en el que asistir a un concierto de los Berliner Philharmoniker en la Philharmonie de la capital alemana era un privilegio reservado, efectivamente, a unos pocos. Hoy, en cambio, cualquier persona en cualquier lugar del mundo puede seguir en directo en su Digital Concert Hall todos sus conciertos en streaming, con una extraordinaria calidad de sonido e imagen, pagando una suscripción anual que es sensiblemente más barata que el precio de una entrada para asistir a un solo concierto de Taylor Swift o el renacido Oasis (que se cuidan muy mucho de difundir sus actuaciones por otras vías, blindando así su exclusividad). Entonces, ¿es más elitista la Heroica o Shake it off?

Algo parecido sucede con la ópera, considerada por muchos como un espectáculo poco menos que inaccesible, aunque en la Italia del Ottocento fue cultura popular en estado puro. Sin embargo, lo cierto es que todos los teatros, en su afán por renovar y ampliar sus públicos, permiten a los más jóvenes asistir a las representaciones por un puñado de euros y algunos transmiten también en directo en cines (como la Royal Opera House de Londres) o en diversos canales propios y ajenos la totalidad o buena parte de sus temporadas. Puede predicarse otro tanto de los grandes festivales de música, cada vez más presentes en emisoras culturales como la francoalemana ARTE o en las numerosas plataformas que han proliferado en los últimos años. Disfrutar de un concierto o una representación operística de los festivales de verano de mayor prestigio (Aix-en-Provence, Salzburgo, Verbier, Bayreuth) ha dejado de ser también un lujo al alcance de unos pocos. Pensarán algunos, con razón, que no es comparable la experiencia en directo con la transmisión en streaming, pero algo parecido pasa con los discos, que también habitan a su manera en un universo virtual, lo que no les ha impedido desempeñar un papel crucial como transmisores y artefactos culturales.

Idéntico concierto, con los mismos intérpretes, puede ser asombrosamente barato en un lugar (para quienes siguen de pie los Proms londinenses en el Royal Albert Hall, por ejemplo) e incontestablemente caro en otros (los Festivales de Salzburgo y Lucerna). Pero no es bueno generalizar y en la ciudad suiza se han programado este verano hasta nueve conciertos gratuitos de música contemporánea, el último el pasado jueves, en el que se dispusieron colchonetas en el suelo junto al escenario, desde donde varios niños siguieron tumbados las evoluciones de un percusionista español, una flautista australiana y un pianista portugués. Los conciertos de música contemporánea que organiza el CNDM (y antes el CDMC) en el Museo Reina Sofía son gratuitos y, a imitación del Festival de Edimburgo, muchos otros programan una sección denominada Fringe, en la que no hay que pagar más que la voluntad. Y, más allá de la música, los museos han democratizado su acceso y jamás ha sido tan fácil, ni tan barato, leer en papel o en pantalla la mejor literatura universal.

En una entrevista concedida a este periódico en 1999, el pianista, musicólogo y polígrafo estadounidense Charles Rosen afirmó, con dolor, que “se ha perdido la costumbre de escuchar música con intensidad” y, años antes de la caída en picado de las ventas, sostuvo que “mucha gente compra discos con música que sencillamente no les moleste, que en realidad no tengan realmente que escuchar: música atmosférica”. Aquí puede radicar la clave de todo: ¿quién tiene la voluntad de escuchar, de contemplar, de leer, con intensidad? Lo que suele entenderse por alta cultura requiere esfuerzo, concentración, tiempo. Todo ello lejos de redes sociales y demás distracciones que consumen horas y horas en las vidas de gran parte de la población. Dejemos de confundir el elitismo con la indolencia.


Una cuestión de acceso al conocimiento

RAQUEL PELÁEZ

Cada vez que resucita el debate sobre si la alta cultura es demasiado elitista, pienso en todas las mujeres que fueron a aquella manifestación de 2017 contra Trump, después que el señor dijese aquello de Grab ‘em by the pussy con pancartas de cartón en las que se podía leer: “I cant believe I still have to protest this shit”. Supongo que la mayoría de lectores no necesitan traducción para esta frase, pero hubo un tiempo en este país en el que ser capaz de leer en inglés se consideraba cultísimo, una cuestión propia de élites.

Cuando la EGB fue impuesta y extendida sistemáticamente por esos rogelios defensores de la educación pública que también garantizaron la sanidad universal, el idioma de Shakespeare dejó de ser patrimonio exclusivo de los niños bien que iban a internados ingleses en invierno o a pasar veranos en Irlanda. Pero por si aún queda alguien que no la entienda o no sepa usar el Google Translator (herramienta de acceso masivo también), la frase significa “no puedo creerme que aún tenga que protestar por esta mierda” y la usan mucho las activistas feministas que llevan décadas, incluso siglos, luchando contra los mismos desequilibrios promovidos o mantenidos exactamente por las mismas estructuras e instituciones una y otra vez.

Trabajo en el mundo de la moda, un negocio que, aunque a muchos pueda dolerles, es una industria cultural. Una que da muchísimo dinero. Y una en la que también existen peleas entre académicos y autodidactas, eventos prestigiosos a los que solo va la gente más aburrida y saraos más bien underground en los que para entrar es mucho más importante ser cool que rico, couturiers finos aceptados por los círculos más selectos a los que el gran público no acaba de entender y los críticos llaman “maestros” y creadores populares aupados por el gran público que los verdaderos connoisseurs rechazan hasta que alguien, normalmente el esnob mayor del reino, dice que ya se les puede aceptar.

Es posible, de hecho, que sea la industria de la moda la que haya propiciado las mezclas más peregrinas de alta y baja cultura en los últimos años. Pienso por ejemplo en aquel desfile de Balenciaga, la firma fundada hace muchas décadas por el modista español más “maestro” de todos pero dirigida creativamente en los últimos años por un georgiano amante de los chándales de táctel, en el que dicho señor exsoviético, Denma, se atrevió a poner los sagrados patrones de alta costura que Cristóbal Balenciaga había pensado en los años cincuenta para damas intachables como Bunny Mellon sobre la silueta de Marge Simpson. ¿Alta traición o genialidad? ¿Espectáculo viral o ruptura necesaria?

Pienso en cuando Gucci le pidió a Daper Dan, el mayor plagiador de firmas de lujo de Nueva York, que interviniese sus prendas para después venderlas a precios estratosféricos. La falsificación era al fin más cara que el original. Ahí estaban, todos esos debates que se repiten cada vez que algo de acceso universal se cuela en los lugares que supuestamente solo están reservados a “los mejores” y viceversa.

Pienso ahora en un festival de teatro alternativo al que acudo todos los años. Tiene lugar en el pequeñísimo pueblo vallisoletano de Urones de Castroponce, donde acuden las compañías más extravagantes a representar las obras más abstrusas a un público que no está compuesto por críticos sesudos ni gente especializada en el lenguaje dramático de Ionesco sino por lugareños y gentes de la zona que ya viven este acontecimiento como una tradición. Las obras se representan en una corrala que por fuera no se diferencia en nada de una nave industrial. Dentro, siempre se escucha a alguien decir: “Dicen que lo quieren hacer más popular”, “Hay quejas de que es demasiado cultureta”, pero al final las amenazas nunca se cumplen porque los organizadores consiguen hacer prevalecer el espíritu del certamen desde hace 20 años: no existe cultura alta o baja, solo acceso limitado o general a la cultura y al conocimiento. Dos cosas distintas pero parecidas. Por ejemplo, gracias al conocimiento generalizado del inglés, la mayoría de las españolas entendemos qué significa Grab ‘em by the pussy, también desde el punto de vista de las guerras culturales.


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