¡Hemos tenido un democristiano!
Recuperado el lince ibérico, también hemos recuperado el humanismo cristiano en la figura de Salvador Illa
Ni el influencer más sabueso puede adivinar cuándo volverán los pantalones de campana ni el cronista con más horas de vuelo podía vaticinar que el “humanismo cristiano” iba a volver a la política española. Algunos lo hemos vivido como el terremoto de San Francisco, pero todo el mundo podría, como mínimo, haber tirado el café. Porque uno piensa en política española y humanismo cristiano y su imaginación vuela de inmediato a una escena: un señor de la derecha elegíaca, quizá Jaime Mayor Oreja, en algún acto convocado en Madrid para deplorar —no diré que sin razón— la marcha del mundo. Esta vez, sin embargo, no fue así. Mientras Carles Puigdemont entraba y salía por la muga, el nuevo presidente de la Generalitat, Salvador Illa, afirmaba en su investidura que iba a aportar a su Gobierno una visión basada en el humanismo cristiano. Fue como para agarrarse a la botella de Aromas de Montserrat. Y no contento con esta primera andanada, Illa, más pertinaz que la sequía, ha peregrinado estos días justamente a Montserrat y ha convocado a su Gobierno a un retiro político en Poblet.
Al hablar de humanismo cristiano hay quien lo tiene claro: ni humanismo, ni cristiano, punto este curiosamente capaz de hermanar el pensamiento tradicionalista con unas asociaciones laicistas que ya se han apresurado a dar a Illa un coscorrón espiritual. Y no cabe duda de que para algunos “humanismo cristiano” es sinónimo de derecha claudicante, mientras que para otros es fascismo con sonrisas. El término, en verdad, ofrece una indeterminación muy satisfactoria: para la derecha puede ser un liberalismo con rostro humano o un conservadurismo compasivo, en tanto que para la izquierda puede encarnar un socialismo no sectario. La ambigüedad, de hecho, ha sido la nota característica de su sustantivación política: la democracia cristiana, que entre nosotros ha estado integrada por cuatro gatos, pero cuatro gatos —de modo inexplicable— muy odiados. Margallo, por ejemplo, recuerda el frío con que, en los tiempos de la última AP y el primer PP, les miraban desde la derecha vieja y nueva. A los antiguos no les gustaba su pasteleo: eso de ser “cristianos de cintura para arriba y demócratas de cintura para abajo”. Y a los modernos no les gustaba su otro pasteleo en lo económico. Menos complicados, a la izquierda todo le parecía, por decirlo con la expresión vienesa de Felipe González, “la misma mierda”. Como sea, durante muchos años las palabras “soy democristiano” han sonado en España como una procacidad.
Debe de ser signo de los tiempos que, recuperado el lince ibérico, también se haya recuperado la figura del cristianodemócrata, esta vez encarnado —siempre primos hermanos— en el socialdemócrata Illa. Sus primeros gestos en la Generalitat han recauchutado la mejor tradición democristiana de la componenda y el apaño, del sí pero no, de la sencillez de las palomas y la astucia de las serpientes, de esas buenas palabras que acaso muy lentamente se verificarán en actos. Deja asuntos culturales y lingüísticos a independentistas, pero nombra a una constitucionalista para la comunicación. Un día pone una bandera y otro pone las dos. Cuela la palabra “nación”, aunque en un ángulo oscuro —¡y ambiguo!— del discurso. Y concede un perdón sacramental a Pujol al tiempo que está ahí el primero para recibir al Rey. Poblet y Montserrat, monasterio y abadía, cistercienses y benedictinos: la gran tradición de la democracia cristiana es poner una vela a Dios y otra al diablo, hasta no saber siempre cuál es cuál.
Uno podría pensar que aquello de “humanismo cristiano” quizá se le escapara a algún speechwriter en busca de relleno. No es así. Y al reclamarlo para su Gobierno, recorremos una genealogía por la cual descubrimos, oh, cielos, el volcado de valores del catolicismo al progresismo en la España contemporánea. Ruiz-Giménez. Cuadernos para el Diálogo. Peces-Barba. Cebrián. Las Congregaciones Marianas. Río arriba del progresismo español, siempre terminamos en las faldas de la sotana de un padre conciliar. Y quien quiera saber por qué el PSOE es el árbitro de la moral de los españoles desde hace décadas, debe tener en cuenta esta genealogía y este volcado. A Illa, además, el humanismo cristiano le sirve para la batalla interna ante las muchas aunque menguantes conexiones monserratinas del nacionalismo catalán: de Unió a Junqueras, la gente de orden de Convergència, los campanarios con las esteladas, los curas obreros o el “volem bisbes catalans”. Ahora es él el cristiano oficial.
No es cosa menor, cuando Vox no está marcando músculo con la fe, sea por considerarla implícita, sea por pensar que la plaza de San Pedro parece ahora la plaza de Mayo. El propio PP ha tenido repetidas riñas internas: han discutido meter el “humanismo cristiano” en estatutos, sacarlo al preámbulo o incluso sustituirlo por “humanismo occidental”. En realidad, el término ofrece tanta elasticidad y exige tan poco compromiso que un humanista cristiano de Vox rara vez querrá hacer de samaritano con los inmigrantes. Un humanista cristiano del PP no tendrá ningún cortocircuito de conciencia ante la posición de su partido sobre el aborto. Y un humanista cristiano del PSC, como vemos con Illa, puede propugnar una financiación para que los ricos sean más ricos a costa de que los pobres sean más pobres. “La casa de mi Padre tiene muchas moradas”, dijo Jesús. Algunas más cómodas que otras, como la España federal.
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