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Columna
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Trabajos para negros

Desde la singularidad de Harris y los Obama, la convención demócrata interpela a la mayoría mientras ofrece argumentos poderosos contra la retórica antiinmigrante

Trabajos para negros / Máriam Martínez-Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Estados Unidos ya tiene candidatos: una mujer hija de inmigrantes, Kamala Harris, con una identidad caleidoscópica y una biografía singular que refleja las aspiraciones de la mayoría, y, por supuesto, Donald Trump, con su narrativa nativista centrada en la obsesión casi metafísica de la ultraderecha actual, el miedo a la extinción blanca. La de Harris es una historia en contrapunto que defiende la porosidad de las fronteras para mantener un mundo común. La de Trump agita el espantajo de la ruptura de todas las fronteras (género, etnia o nación) para explicar histriónicamente la supuesta decadencia y el caos de Occidente. No es casualidad que la nominación de Kamala Harris coincida con el reciente estallido en el Reino Unido, esos disturbios racistas canalizados falsariamente en forma de pánico a la inmigración desde la plataforma propagandística de Elon Musk. O con el episodio vivido en España a raíz del crimen de Mocejón y el intento de relacionarlo con las personas migrantes. Precisamente por el predominio de esos marcos que vinculan inmigración con caos o delincuencia se entiende menos el circo político montado este verano para reubicar a menores en un país que ha acogido a más de 200.000 refugiados ucranios sin “polémica, aprovechamiento sectario ni escándalo”, como señaló Soledad Gallego-Díaz, añadiendo que esta estampa sólo favorecía a la ultraderecha. ¿Por qué?

El discurso racista sobre la inmigración es el centro de las batallas de la ultraderecha. Representa el subterfugio de esa historia que cuenta J. D. Vance en su Hillbilly, una elegía rural y que compraron tantos de esos trabajadores blancos desesperados que auparon a Trump en 2016. La clave, nos cuenta Richard Seymour en New Left Review, está en la idea de blancura, un calificativo que se pone al lado de trabajador porque, antes que explotados, se vende que “se les ha negado el reconocimiento moral apropiado como miembros blancos de la nación por parte de unas élites demasiado entusiastas a la hora de extender el reconocimiento a las minorías”. En realidad, añade Seymour, se infunde deliberadamente el miedo al fin del estatus étnico para recuperar el perdido “salario de la blancura”.

Por eso Michelle Obama se burlaba del Trump que afirmó que los inmigrantes también robarán los “trabajos para negros”. Alguien tendría que avisarle, dijo Michelle, de que el trabajo que él mismo busca recuperar tan desesperadamente también podría ser uno de ellos. La convención demócrata no ha vendido un programa político, sino una narrativa, esa que Michelle Obama hilvanó al hablar de Harris como “la encarnación de las historias sobre EE UU que nos contamos a nosotros mismos”. La historia de Kamala es la de “la mayoría de los estadounidenses que tratan de construir una vida mejor”. Da igual tu aspecto o de dónde vengas, a quién ames o reces o el dinero que poseas: “todos merecen la oportunidad de construir una vida decente”. Es así como, desde la singularidad, se interpela a la mayoría mientras se ofrecen argumentos poderosos contra la retórica antiinmigrante, la misma que Harris no necesita explicar porque ella misma la encarna. Como dijo Michelle, nadie tiene el monopolio de lo que significa ser norteamericano. Por eso, afirma el escritor Colum McCann, frente al abigarrado Occidente en decadencia preocupado por el declive de la mayoría blanca y el cambio demográfico, frente al burdo etnonacionalismo defensivo, la sola nominación presidencial de alguien como Kamala Harris es la prueba de lo maravillosamente complejo que se ha vuelto nuestro mundo.

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