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TRIBUNA
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El verano del narcisismo

Puede que el estío y las vacaciones sean la época más ensimismada y ególatra de unas sociedades basadas en la búsqueda ilimitada de placer a través del consumismo

Dos personas se autorretrataban en junio en Ettrick Bay (Escocia).
Dos personas se autorretrataban en junio en Ettrick Bay (Escocia).Ken Jack (Getty)
Azahara Palomeque

Contemplo maravillada las fotos de vacaciones paradisíacas que brotan en Instagram, impulsadas por un algoritmo que parece no conocerme. Retazos de sombrilla y arena sobre los que destaca una figura humana, aparentemente sola, aunque si ha revelado la ubicación probablemente la playa se encuentre atestada, y el subterfugio solitario sea obra del encuadre; piscinas artificialmente azules que riman con el cielo, enmarcadas de palmeras; cócteles exóticos a la luz de sonrisas ahuecadas, dentro de las cuales me gustaría colarme para preguntar a sus dueños cómo se sienten verdaderamente. Quizá el verano constituya la época más narcisista de unas sociedades basadas en la búsqueda ilimitada de placer, siempre insatisfecho —me digo—, el momento en que fingir felicidad es obligatorio, pues quién podría, en buena medida, no pretender algo del sueño capitalista que invita al viaje sin descubrimientos, el mero desplazamiento significante, a menudo, más por la exhibición que por la experiencia.

Era 1979, cuando Christopher Lasch publicó La cultura del narcisismo (Capitán Swing, 2023), libro que se convirtió inmediatamente en best seller en su Estados Unidos natal. De cariz profético a ojos contemporáneos, en él advierte de que la agitación política de los años sesenta daba lugar, una década después, a un ensimismamiento carente de valores susceptibles de desarrollarse a largo plazo —como la solidaridad, el civismo—, al culto a la inmediatez. Como sustitución de la protesta o la rebelión, afirma, se yergue el consumismo engarzado de ego a través del que se compra, no un objeto, sino la práctica de transformación en un sujeto alienado, quien procura con el mismo veneno que lo daña labrarse un antídoto. Estas páginas, que alertan asimismo de la disolución del futuro y la destrucción de un compromiso intergeneracional (si sólo me miro el ombligo, no existen responsabilidades frente a quienes vengan más tarde), lanzan al público reflexiones en su día populares que hoy se encuentran más o menos sepultadas: Pasolini examinó la potencia del consumo de masas para destruir culturas enraizadas en la clase social; Packard denunciaba el desperdicio resultante en un mundo de recursos escasos, y Sontag, según recuerda el propio Lasch, analizó la proliferación excesiva de imágenes hasta el punto de que esta consigue que perdamos “el sentido de la realidad”.

El narcisista-hijo del consumismo es, además, incapaz de querer a nadie profundamente, puesto que las relaciones personales sólo conforman el corrillo promotor de su ambición ganadora, y de ello se deriva una angustia vital asociada a la carencia de afectos. Esos males, podría decirse, no han parado de ampliar los estragos que causan desde que las llamadas redes sociales —que sólo entrelazan parcialmente almas aisladas frente a una pantalla— fagocitasen la atención y vapuleasen las subjetividades hasta volvernos celebrities aspiracionales, cada quien en su categoría, desde el chiringuito de Torrevieja al resort de Bali. La espectacularización de trayectorias biográficas mediadas por la cámara, así como esos likes utilizados para cuantificar la popularidad, los filtros que tornan a las personas irreconocibles cuando se las contempla en directo, durante estos días estivales cumplen, muy probablemente, la función opuesta a la atribuida a las vacaciones: pocos disfrutarán de un descanso reparador a la espera de la siguiente notificación; la “desconexión” de las fatigas laborales se efectúa conectados al móvil, y la posible vinculación a amigos y familiares contará con el muro fronterizo de la exposición digital constante. Al final, si nos mimetizamos con un anuncio de eventos optimizados y cuerpos volcados al hedonismo, poco quedará del entretejer comunal. Como exponía Lasch: “La publicidad institucionaliza la envidia y sus ansiedades concomitantes”. La publicidad, obviamente, somos también nosotros.

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En un giro de guion, a veces me gustaría contemplar una reivindicación de la casa antes que loas a la aventura que ya ni siquiera puede realizarse, pues los espacios receptores de turistas han sido uniformizados y degradados a no-lugares. Alguna pista que remitiese a un mensaje similar al siguiente: “Me encuentro tranquila, el derecho a la vivienda se cumple, mis vecinos engrosan el barrio con generosidad y sentido del humor, por lo tanto, no necesito escapar a ningún sitio y la palabra ‘desconexión’ suena absurda”. A veces, me imagino que escuchamos todas esas advertencias difundidas desde hace medio siglo, el futuro no representa ninguna amenaza e invita a que cuidemos los caminos por los cuales se alcanza, y celebramos la convivencia cercana más que la bebida servida por el trabajador precario que, por supuesto, no saldrá en la foto. Significaría que las condiciones laborales dignas se han diseminado tanto, reduciéndose la jornada laboral, que marcharse a enclaves lejanos con el solo objetivo de relajarse o reposar la anatomía explotada no sería necesario, pues no estaríamos tan cansados. A veces, doy un paseo nocturno por mi ciudad, a la única hora en que la temperatura regala una tregua, me detengo sobre los carteles de los comercios cerrados, los aparcamientos libres y la ausencia de unos turistas que, cuando el calor escampe, volverán a inundarlo todo. La paz que se respira ni cabe en una instantánea ni permite que se le ponga precio.

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