El problema nunca fueron los ‘hipsters’
La cuestión siempre ha sido la baratización e infantilización del centro de las ciudades
En la acera de enfrente hay un sitio que vende bisutería que parece adquirida por AliExpress. Abre hasta las 11 de la noche, porque uno nunca sabe cuándo necesitará unos pendientes de plástico. Al lado, donde había uno de los mejores y con más solera bares de Madrid —tenía mármol, sofás y pianista y hasta se comía bien—, abrieron un restaurante asiático de aquellos en los que sirven de todo porque todo les llega ya cocinado. Un poco más arriba, hay dos tiendas de souvenirs donde despachan camisetas de fútbol falsas (Messi aún juega en el Barça), banderas, imanes y agua fría a tres euros. Enfrente, otro igual. En el cruce con la calle Mayor, heladerías, tiendas de empanadas argentinas y otra con vaca en la puerta. Bubble tea y, andando un poquito, gofres y helados de forma fálica. Como persona que ha vivido casi 10 años en la zona cero del turismo madrileño, me fascina que, aún hoy, haya gente que venga a decirte que el problema del barrio es que resulta más fácil tomarse unas ostras y una copa de champán o hacer un brunch de Benedict y mimosa que comerse un bocata de calamares en una barra de zinc, con servilletas en el suelo y camareros que vieron jugar a Juanito.
El asunto no es, ni ha sido jamás, la modernidad, el cosmopolitismo (ni siquiera el cosmopaletismo), ni los hipsters —que eran cinco antes y son uno y medio hoy—; el tema es la baratización e infantilización del centro de las ciudades. Los hipsters —ya lo detectaron hace 20 años en la revista estadounidense de ensayos N+1— son solo las tropas de choque de la gentrificación: allanan el camino al verdadero capital. Cada vez que Madrid, Barcelona, Praga o Melbourne anuncian que un evento va a dejar miles de millones en la ciudad, alguien en Singapur se ha ganado el bonus, y otro en Qatar ya casi tiene suficiente para la entrada de aquella isla privada a la que le echó el ojo la última vez que la Fórmula 1 anunció una nueva carrera en su calendario.
Nos molestan más los tipos que llevan su Mac a la cafetería que los fondos de inversión o las lavadoras de capital. Lo ridículo es más fácil de atacar que lo malvado. Henchidos de autenticidad, reclamamos aquellos locales de pollo asado donde se forman largas colas para comer un animal paliducho y seco, o aquellas marisquerías casi centenarias en las que a un precio asequible nos comemos unas gambas que han sufrido más cambios de temperatura en su trayecto hasta el plato que el metabolismo de un yonqui. El problema es que, si no defiendes eso, alguno de aquellos que tras cada cita electoral, pase lo que pase, propone que la izquierda debe hacer urgentemente autocrítica te guarda en el cajón del neoliberalismo. Obviamente, estos restaurantes canallas montados por pijos son espacios ridículos, pero por cada uno que se abre prometiendo musicón, gyozas y ceviches hay 20 de banderas y gelatos. Me estresan más las cajas de empanadas argentinas descongeladas que los cócteles con humo. Puedo entender, aunque duela, que me cierren una tienda de alpargatas para abrir un local de café de especialidad que no voy a visitar jamás, pero no entiendo y sí me enerva, que la cierren para poner un locker room u otra tienda de bisutería, por mucho que algunas noches, en casa, viendo la tele, piense: “Ahora bajaba y me compraba una pulsera”. Luego recuerdo que estoy en mi salón, no en mi Airbnb de Florencia, y me duermo.
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