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Columna
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La sede de la creatividad humana

Al contrario que otras funciones, el pensamiento independiente de la realidad no tiene un lugar concreto en el cerebro, pero eso no impide estudiarlo

Brain gear mechanism.
Andriy Onufriyenko (Getty Images)
Javier Sampedro

Todos vamos estando familiarizados con la manera en que los científicos localizan en el cerebro los engranajes que componen nuestra mente. Mete a un voluntario en un tubo de resonancia magnética funcional, enséñale imágenes, hazle escuchar melodías misteriosas, ponle a trabajar en dilemas éticos y mira qué áreas de su cerebro se iluminan. Sabrás así que nuestros procesadores visuales —esos que nos permiten abrir los ojos y ver el mundo sin el menor esfuerzo— están en la parte de atrás del cráneo, que las áreas auditivas se sitúan por encima de las orejas y que el nexo entre la razón y las emociones mapea en los lóbulos frontales, los que más han crecido durante la evolución de los homínidos.

Pero, ¿qué hay de la creatividad? ¿Eso es un procesador como los demás, cartografiable en una zona concreta del cerebro? ¿Algo como un módulo extraíble que podríamos conectar o apagar a voluntad? ¿Algo que nos podría aportar un chip de Elon Musk o una pastilla de Ray Kurzweil? Un momento. Mete primera y vamos a ver qué hay de esto.

El neurocirujano Ben Shofty, de la Universidad de Utah y el Baylor College of Medicine en Houston, Texas, ha coordinado una investigación detallada sobre la cuestión. Ha examinado a 13 pacientes mediante electroencefalografía de alta resolución —eso implica implantar minúsculos electrodos en el córtex cerebral— y ha estudiado su actividad durante dos procesos que solemos asociar a la creatividad: el pensamiento espontáneo y el divergente.

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Y el resultado es que no, que la creatividad no ocupa un lugar específico en el cerebro. La cosa es más compleja que todo eso, pero eso no significa que sea impermeable al análisis científico. La clave está en unos circuitos distribuidos por amplias áreas del cerebro que se llaman “red neuronal por defecto” (default mode network, DMN), o red por defecto, para abreviar.

Aunque no es muy famosa, la DMN se conoce desde hace un siglo como el conjunto de áreas cerebrales que se activan cuando no estás concentrado en el mundo de ahí fuera, sino perdido en tus divagaciones o soñando despierto. Es la red neural que te independiza de la realidad, si quieres verlo así, la que usas cuando piensas, recuerdas o haces planes para el futuro. Una red importante, ¿no te parece? Como ahora estás leyendo esta columna, lo más probable es que la tengas desactivada, pero eso cambiará si cuando acabes de leerla te hace pensar, como es mi intención.

La mayoría de los territorios en que se subdivide el cerebro está orientada hacia un objetivo, como ver, oír, entender el lenguaje o sentir miedo y salir pitando. Pero eso no vale para la red por defecto. Como dice Shofty, “es una red que, en pocas palabras, opera todo el rato y mantiene nuestro flujo de consciencia”, esa especie de monólogo interior que tan bien captaron Virginia Woolf o James Joyce con su técnica narrativa y su gran inteligencia introspectiva.

En el experimento de Shofty y sus colegas, se pidió a los voluntarios que hicieran una lista de nuevos usos para una silla, una taza y otros objetos cotidianos. Lo primero que se activa es la DMN, y poco después empiezan a iluminarse zonas bien conocidas como las implicadas en la resolución de problemas complejos y en la toma de decisiones. Las ideas creativas surgen de una mente a la que dejamos flotar, y solo después se someten a un análisis crítico.

Una de mis anécdotas científicas favoritas es la de Henri Poincaré, que tras haber pasado meses estudiando dos cuestiones matemáticas endemoniadas se dio cuenta, justo al subir el peldaño de un autobús, de que las dos eran la misma. Quizá estas cosas solo les pasan a los genios.

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