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Columna
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La verdad climática está en el vino

Las notas de cata de los bodegueros y los monjes sirven como un termómetro de los siglos pasados

cava uvas
Un viñedo en La Granada del Penedés, en Barcelona.Massimiliano Minocri
Javier Sampedro

Entre los varios métodos para conocer el clima del pasado, las notas de cata de los enólogos son seguramente lo último que se te vendría a la cabeza. Pero su exploración en los archivos históricos ha ofrecido valiosos datos sobre una época que estaba hasta ahora mal documentada en Europa. El historiador Christian Pfister, de la Universidad de Berna, que es un pionero en la investigación del clima pasado y su relación con los cambios sociales y económicos, se ha tomado la molestia de rebuscar las catas de mosto que se conservan desde 1420 en las bodegas y los monasterios de Alemania, Luxemburgo, Francia y Suiza. Y ha logrado aclarar lo que ni la geología de los estratos ni los anillos de los árboles habían podido determinar con certeza: el clima europeo entre los siglos XV y XIX.

Las mejores cosechas fueron las que se recolectaron pronto, y si se recolectaron pronto fue porque ese año el calor y la radiación solar habían pegado a plomo durante la maduración de la uva. Eso hace que la uva tenga más azúcar y por tanto genere más alcohol en la fermentación del vino. Al revés, los peores mostos fueron los que se recogieron muy tarde debido a un verano frío y lluvioso. Poco azúcar, poco alcohol, uva medio pasada, mal rollo. De ahí que las notas de cata de los bodegueros y los monjes sirvan como un termómetro de los siglos pasados. Cuanto mejor era el mosto, es que más calor hacía. Los historiadores son gente con ideas, ¿no te parece?

La precisión de este método es notable. Los mejores caldos se produjeron de 1470 a 1479, de 1536 a 1545 y de 1945 a 1954, así que esas fueron los periodos de más sol y calor. Las épocas más frías se pueden deducir con igual precisión de las peores notas de cata. Un dato muy significativo es que, a partir de 1990, todos los mostos son buenos. Esto es un alivio para los bodegueros, y tal vez para los monjes, pero una pésima noticia para todos los demás. Hasta en la enología encontramos las evidencias del cambio climático que genera nuestra industria y nuestros tubos de escape.

Pfister se ha tirado muchos años buceando entre registros históricos y gruesos volúmenes como la Crónica del vino de Württenberg, la región en torno a Stuttgart. Una vez recogida la cosecha y pisada la uva, los expertos locales probaban el mosto para estimar su dulzura, y estimaban su contenido de azúcar en una escala de 1 a 5. Una puntuación alta correlaciona bien con la posterior popularidad del vino en el mercado, como en el caso del “Comet Wine” de 1811, llamado así por un cometa espectacular que se vio ese año.

Un dato curioso es que la década de 1470, que vimos antes como uno de los periodos con mejores valoraciones del mosto, coincide más o menos con los inicios de la “pequeña edad de hielo”, que enfrió Europa entre los siglos XIV y XIX. El primer mínimo de temperatura de esta miniglaciación local, sin embargo, no ocurrió hasta 1650 (el último fue en 1850), y es posible que aquella gran cosecha de los años 1470 reflejara una fase de calor relativo en ese contexto. Los investigadores de Berna están buscando formas de precisar más el calendario climático de la época. Todo descubrimiento plantea más preguntas que respuestas.

Las buenas cosechas de las últimas décadas no van a durar siempre. Cuanto más calor e irradiación solar, más azúcar y más alcohol, es cierto, pero las sequías cada vez más devastadoras pueden acabar arruinando las viñas y matando a la gallina de los huevos de oro. La gente querrá ahogar sus penas en el vino justo cuando no lo haya.

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