Los toros: pijos de Barcelona vs. pijos de Madrid
En un momento en que solo se permiten las efusiones identitarias si coinciden con los límites de nuestra autonomía, el toreo parece vivirse como más placer da hoy: como una militancia contra otro
España es país de conversos. Prohombres del Movimiento amanecieron un día siendo demócratas de toda la vida. Maoístas de pelo duro predican hoy el evangelio liberal. Algunos progresistas han pasado de agitar las pancartas en las plazas a mecer el Cardhu junto a la piscina: otros, rebautizados por Vox, intentan salvar a Occidente de tipos como los que ellos mismos eran hasta ayer por la mañana. Y mientras conocidos sátiros descubren su sensibilidad de aliados, un obispo cuelga los hábitos por una escritora de novela erótica. En fin, todos somos conversos de algo y yo mismo he empezado a comprar tofu. Lo decía Baroja: el mundo es ansí. Y España, más de bandazos que de matices.
Solo una cosa permanece inamovible en el ruedo ibérico: los taurinos no se hacen antitaurinos, y al revés. Acostumbrados a la polarización inducida, con los toros tenemos un caso de controversia real, quizá porque uno puede ser moderadamente atlético o moderadamente borrachín, pero no moderadamente taurino o antitaurino. Es uno de los hondos dilemas morales —cebolla sí, cebolla no; Ayuso sí, Ayuso no— con que los españoles vienen al mundo. Y quizá por ser hondo, no estamos dispuestos a ahondar más. Nos basta con situarnos. Me situaré yo también: nacido con El Cossío en casa, con los años generé un puritanismo contra esa “horda del sur envanecida y boba” que, según Foxá, poblaba los tendidos. Sin embargo, hay razones del corazón por las que he vuelto. Entre mis primeros recuerdos está la cogida del Yiyo: ¿cómo ser antitaurino sin pensar que estoy traicionando algo muy hondo? La relación, con todo, es problemática.
Quizá por eso sí merece la pena ahondar, siquiera sea por cabalgar —¡lidiar!— nuestras contradicciones. Uno puede amar la belleza del toreo, pero no sin contar los pinchazos que hay por cada chicuelina bien pintada. Uno puede ponderar su huella en la cultura, pero a sabiendas de que hay mucho bombero torero por cada verso de Lorca. Uno puede recurrir a Picasso, pero que no se sorprenda si otro recurre a Jovellanos. Y uno puede pensar que acabar con los toros sería acabar con España, pero si España puede sobrevivir sin curas —y yo diría que eso está por ver—, quizá también pueda sobrevivir sin toros. Por lo demás, con su estética ocurre como con el dodecafonismo: muchos prefieren una colonoscopia. Como fuere, sorprende, por parte taurina, el escamoteo del argumento fundacional: la continuidad de la tauromaquia proviene de una deliberación social implícita por la cual, reyes de la creación, nuestro arrobo merece el sacrificio ritualizado de un toro. Y lo hacemos porque los dolores ajenos son fáciles de soportar.
Estaría bien discutir de toros, siquiera para que cada uno se haga el chequeo: en un marco opinativo predecible, la duda es una de las formas de la libertad. Y en un momento en que debemos pronunciarnos sobre todo, nada para afirmar una soberanía de la conciencia como defender el derecho a pensárselo. Pero, como suele ocurrir entre nosotros, cuando hablamos de toros, en realidad estamos hablando de otra cosa. Estas semanas, la discusión taurina es solo otro afloramiento de la verdadera batalla por la hegemonía cultural en España: pijos de Barcelona frente a pijos de Madrid. Pijos de izquierdas vs. pijos de derechas. La mirada al país desde un fachaleco o desde una camisa de Toni Miró.
Un momento de esta lucha ha sido la eliminación del Premio Nacional de Tauromaquia, a raíz de la cual tanta gente ha sabido que había un Premio Nacional de Tauromaquia. ¿Estamos ante una izquierda utópica que aprende posibilismo? ¿Es una reivindicación ante el electorado propio? A saber, pero también es una expresión de impotencia: se quitan los premios porque no se puede quitar la tauromaquia. No hay voluntad, ni valor, ni competencias. Y sí hay sendas cucharadas del paternalismo y la suficiencia moral de la neoizquierda: en poco tiempo han pasado de querer unir a los hijos del agro a condenar a la reeducación a la paletería.
No debieran tener prisa los antitaurinos: en los libros de Chaves Nogales, los niños jugaban a hacer recortes; ahora juegan a regatearse entre sí. Pero al polarizar puede ocurrir que los otros te polaricen a ti también. No sorprendería que, “como el toro se crece en el castigo”, la fiesta conozca un revivir: debajo del fachaleco también hay un corazón y todo el mundo quiere una raíz. El toreo ya no se transmitirá con la naturalidad de antes, pero a cambio puede vivirse como más placer da hoy: como una militancia contra otro. Y, en un momento en que solo se permiten las efusiones identitarias si coinciden con los límites de nuestra autonomía, ofrecen un asidero de sentimentalidad española de la que mucha gente, lamento decirlo, anda anémica.
A la derecha también hay que darle la puntilla. Ni ellos toman en serio la ecuación transgresión/toros, pero lo chocante es que reivindiquen la transgresión como si la bondad de una causa tuviera algo que ver con ella. Las derechas serias alentaban nuevos clasicismos: ahora, en vergonzante signo de los tiempos, se conforman con ser “el nuevo punk”. Sobre toros nunca nos entenderemos, pero de la polvareda del debate sí podemos aprender una lección superior: en un país de contornos morales tan rígidos, no hay ninguna causa que no gane con un poco de nuestro escepticismo.
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